En medio de enormes manifestaciones que nos hicieron recordar el inicio de la Primavera árabe, esta semana el ejército egipcio derrocó al presidente Mohamed Morsi, quien había sido electo con el apoyo del partido de los Hermanos Musulmanes, movimiento político islamista que triunfó en las pasadas elecciones generales.
Sin duda, la llegada al poder de Morsi se debió en primera instancia a que el partido de los Hermanos Musulmanes era, para efectos de la elección pasada, el partido más grande y mejor organizado en Egipto y participó de manera determinante y directa en las protestas que en su oportunidad habían concluido con el derrocamiento de Hosni Mubarak, quien había mantenido una dictadura en Egipto durante 30 años.
De conformidad con diversas fuentes que consulté, el partido de los Hermanos Musulmanes tiene como objetivo primario implantar un Estado islámico e inculcar el Corán, libro sagrado del islam como medio para ordenar la vida de la familia, el individuo, la comunidad y el Estado. Su filosofía se basa en que religión y Estado son inseparables y de hecho, el gobierno de Morsi, había ya logrado la implementación de una Constitución islámica para Egipto, la cual, según entiendo, concordaba con los principios u objetivos principales del partido y la cual también había sido la principal fuente de cohesión de todos los demás sectores egipcios que se negaban a vivir al amparo de disposiciones religiosas.
Salvando la discusión al respecto de la legitimidad o no de un golpe de Estado que fue lo que esta semana derrocó a Morsi, resulta a mi juicio oportuno, exponer que la religión, en general y sin importar su denominación o tipo de creencia, debe de mantenerse al margen del Gobierno y en consecuencia del Estado. En Guatemala, en donde tenemos un Estado laico, la misma Constitución determina en su artículo 186 que existe prohibición expresa para optar al cargo de Presidente o Vicepresidente de la República para los ministros de cualquier religión o culto, esto en abierta concordancia con la garantía constitucional de libertad de religión que permite que “toda persona tiene derecho a practicar su religión o creencia, tanto en público como en privado, por medio de la enseñanza, el culto y la observación, sin más límites que el orden público y el respeto debido a la dignidad de la jerarquía y a los fieles de otros credos” (Art. 36 Constitución de la República). Entiendo perfectamente las bondades de la fe, pertenecer y practicar una religión permite a la persona realizarse y sin duda los beneficios de inculcar a nuestros hijos una religión son múltiples y positivos, sin embargo, también entiendo que los extremos, en todos los ámbitos de la vida terminan atrayendo conflictos y ausencia de tolerancia. La libertad de religión es una garantía fundamental para un Estado democrático, el que un Estado se mantenga laico es esencial para el respeto a la garantía de todos los que conforman el Estado para que vivamos según un orden jurídico y no bajo el orden de la fe de algunos.