El corazón es traicionero, no entiende de lógicas y sólo se deja llevar por sus propias palpitaciones, es un infeliz. Si uno se dejara llevar exclusivamente por lo que siente sólo existiría el extravío y las noches oscuras. Pero, seamos honestos, ¿qué diablos sería esta vida si no tuviéramos corazón? Sería un camino demasiado razonable, sensato, la auténtica calle de la amargura.
Quizá habría que buscar un equilibrio entre los imperativos de la razón y las exigencias del corazón. Un cierto control del sentimiento no le cae mal a nadie. Igual, darle vacaciones a la lógica y a la seguridad estricta que ofrece el pensamiento es más que recomendable. Mire que con la razón no se disfruta ni la comida, ni el amor, casi nada. ¿No habría que darnos recreo de vez en cuando del «cogito» cartesiano?
Si razonamos todo convertimos la vida en un calvario. El sensato que hay en nosotros es hipercrítico y tiende a producir infelicidad. Si hay mucha hambre, la inteligencia se pone en guardia y empieza a advertir: come con frugalidad, no seas bestia para alimentarte, contrólate, recuérdate de la salud, ese plato tiene mucha grasa, la carne puede estar infectada, esa fruta parece sucia, ten cuidado en no ensuciarte, come bien, todos te ven, compórtate con dignidad, no seas vulgar? Y así una ristra de avisos que al final hace infeliz una humilde cena familiar. Claro, al final llegan todos y le preguntan a uno, ¿qué te pasa, te noto tenso, estás enfermo? Y sí que lo estamos, por idiotas.
Por otro lado, si dejamos al sentimiento, a la corazonada o al impulso hacer de las suyas, también nos puede ir mal. Total, dice uno ante un buen plato de comida ?con hambre-, la vida es breve y hay que disfrutarla; esas carnitas me pueden caer mal, pero de algo hay que morir; de todas formas estoy yendo al gimnasio ya rebajaré las libritas de más; estoy enfermo, pero con suerte no me caerá mal tanta grasa; Dios amaba el vino, como no lo voy a querer yo? Y así sucesivamente. Los impulsos nos dominan y al final de todo nace el arrepentimiento, el sentimiento de culpa y el cuento final: «no lo volveré a hacer nunca, soy un imbécil».
Faltar a la sensatez puede ser incluso medicinal, el punto que le falta a la vida para llegar, quizá, a medio alcanzar la felicidad. Que lo contrario es rigidez, nerviosismo y tensión. ¿Ha visto a tipos así? Pobres, caminan erguidos con dificultad, no vuelven a ver a nadie, saludan con afección (sienten que le roban su virginidad) y son incapaces de amar (dicen que aman, pero dan con medida). Incluso al saludar no les gusta dar besos, sienten que es una cochinada, un desperdicio, una concesión de gente ordinaria. Y ellos, por supuesto, no son ordinarios.
Ninguno de los dos extremos me parece recomendable. Ni el del amigo que ha cambiado de mujer cinco veces porque, según me ha dicho, es un eterno enamorado y no puede decir «no» a un nuevo amor (y que conste que apenas tiene 42 años). Ni el del otro conventual que tiene problemas existenciales por el pequeño desorden que tiene en el escritorio porque dice que éste «puede reflejar el estado de su alma». Hay que vivir más relajados y sin angustias, ¿No será esto lo que desea Dios de nosotros?