Reflexiones sobre la muerte (o la vida)


Harold Soberanis

En el diálogo platónico el Fedón, su autor, tomando como pretexto la inminente muerte de su maestro Sócrates, aprovecha para desarrollar, en una brillante exposición literaria, su concepción sobre la inmortalidad del alma que, de alguna manera, vendrí­a a ser su teorí­a sobre la vida y la muerte.


Como sucede en casi todos los diálogos platónicos, nuestro filósofo desarrolla y expresa su pensamiento a través de la figura inmortal de Sócrates, poniendo en boca de éste sus propias ideas, acaso en un intento por rendir un permanente homenaje a quien, gracias a sus palabras y acciones, le debe haber entrado al mundo de la filosofí­a.

Según nos narra Platón en este diálogo, en él se describen las últimas horas de Sócrates antes de beber el veneno que le habrá de arrebatar la vida. Así­, el diálogo se centra en describir estos postreros instantes de vida que le quedan y los cuales dedicará a reflexionar, junto a sus discí­pulos, sobre los beneficios de la muerte, pues ésta resulta ser el mejor remedio a todos nuestros males. Pero, sobre todo, se esforzará en demostrar la inmortalidad del alma. Dado que el alma es inmortal es preciso cuidarla, y esto únicamente se logra llevando una vida moralmente buena. De esta manera Platón logra conectar una tesis metafí­sica (la inmortalidad del alma) con su teorí­a ética (la necesidad de actuar siguiendo ciertos principios universales), relación que encuentran su base en una concepción general del mundo. Dicha cosmovisión es, como sabemos muy bien, la famosa teorí­a platónica de las Formas o Ideas.

Ya al final del diálogo y cuando se acerca el momento en que Sócrates debe beber la cicuta, uno de sus alumnos le pregunta qué deben hacer con su cuerpo, si deben enterrarlo en algún lugar especial y qué homenajes deben rendirle como despedida.

Reconozco que lo que responde Sócrates es la parte que más me gusta del Fedón. Extrañado pero a la vez sereno, Sócrates le contesta que al parecer no ha entendido todo lo que ha dicho durante este tiempo. Se ha pasado todas estas horas hablándoles de la inmortalidad del alma y de lo importante que es cuidarla, pues es la parte más noble de nuestro ser y ahora viene él a preguntarle qué hacer con su cuerpo. ¿Pero qué importancia tiene el cuerpo? Da lo mismo que lo entierren en un lugar o en otro, pues al fin de cuentas ese cuerpo ya no es él. Sócrates es quien les habla en este instante. Una vez haya muerto dejará de ser quien es. Así­ que no importa qué hagan con su cuerpo, da lo mismo. Guarda la esperanza de que en el momento de su muerte, su alma se regocije pues ya se habrá librado de su cárcel.

Talvez estas ideas nos resulten un poco familiares. El cristianismo, de alguna manera, las adoptó y las incorporó a su propia doctrina, llegando a afirmar el mismo desprecio que Platón sentí­a por el mundo sensible. Esta familiaridad, heredada del cristianismo institucionalizado, nos puede llevar a creer, erróneamente, que los pensadores griegos eran cristianos. Sin embargo, no es así­.

Detrás de estas ideas no subyace, como han creí­do equivocadamente muchos, ninguna teorí­a cristiana. Recordemos que los griegos son paganos y de ninguna manera podí­an prever las ideas religiosas del cristianismo. Este hará su aparición muchos siglos después y serán los primeros pensadores cristianos quienes encontrarán en la filosofí­a griega ciertos elementos que pueden articularse con esta nueva religión. Es el cristianismo el que toma lo que le conviene de la filosofí­a griega, y no al revés. Así­, cuando Platón expone su teorí­a sobre la inmortalidad del alma lo hace desde la propia cosmovisión de un pueblo griego pagano. Tratar de ver en esta filosofí­a un preanuncio de lo que será el cristianismo es un error histórico.

Volviendo al diálogo ya mencionado el tema central será, pues, la inmortalidad del alma y la importancia de cuidarla. ¿Cómo cuidar el alma? ¿Qué hacer para que, cuando se desprenda del cuerpo pueda habitar en un mundo mejor? Aunque no lo dice claramente Platón, podemos inferir que la forma de cuidar el alma es haciendo buenas acciones en este mundo. De ahí­ la importancia de guiarnos por principios morales que van haciendo de nosotros, como individuos, mejores personas. Si somos buenas personas podemos construir una mejor sociedad lo cual es, en última instancia, el fin de la moral y la polí­tica pues somos seres sociales, es decir, seres que nos realizamos únicamente dentro de una colectividad.

Es necesario recordar que para los filósofos griegos la ética y la polí­tica van estrechamente vinculadas. Por lo mismo, es imposible pensar en una buena persona dentro de una mala sociedad, o viceversa. La ética es la esfera de realización individual pero ésta está conectada a una esfera más amplia: el Estado. Sólo un verdadero Estado puede proporcionar al individuo las condiciones necesarias para su realización personal. Alcanzar el bienestar individual desemboca, inevitablemente en una mejor sociedad. Ser social y ser individual, pues, son dos caras de una misma realidad.

Esta idea de cuidar el alma haciendo buenas acciones, me lleva a pensar en quienes han muerto pero han dejado en nosotros el ejemplo de una vida buena. A raí­z de lo importante que han sido en nuestras vidas, nos resulta difí­cil aceptar su ausencia y constantemente estamos recordándoles, echándoles de menos, extrañando su presencia.

Aunque la muerte es un hecho inevitable y es la única certeza que tenemos (como dirán acertadamente los existencialistas), cuando llega encarnada en un ser querido, no deja de sorprendernos y cuestionarnos. Nos desesperamos al saber que aquella persona ya no está entre nosotros y nos rebelamos a la evidencia de que ya no la volveremos a ver. Sin embargo, cuando leemos páginas tan bellas y profundas como las escritas por Platón, comprendemos que la vida ejemplar y el recuerdo de ese ser querido, son como maneras de perpetuarlo, son como intentos de hacerlo inmortal. Esa vida ha dejado en nosotros la impronta que nos servirá de modelo para configurar nuestro propio ser, pero de configurarlo de mejor manera.

Cuando nos acercamos al final de la vida, nos percatamos que lo único que nos va quedando son recuerdos. Esos recuerdos pueden ser buenos o malos, pero el tiempo y la distancia hacen que, por arte de magia, todos se tornen agradables y vayan dejando en nuestra memoria el sabor dulzón de la melancolí­a.

Vienen estas reflexiones ante la reciente muerte de mi padre. Quise escribirlas antes, pero no encontraba las palabras precisas que pudieran contener los sentimientos, muchas veces encontrados, que experimentaba, además de plasmar mi agradecimiento a su presencia en mi vida. Como no creo que haya vida después de esta porque estoy consciente de que somos seres finitos cuyo ser se disuelve en el silencio de la nada que es la muerte, no guardo la esperanza de encontrar a mi padre en alguna lejana esfera del universo. Sin embargo, confieso que me gustarí­a estar equivocado.