Recordando a Capa


En el Club de Aventureros de Nueva York, estuvimos recordando a Robert Capa, una personalidad avasalladora, hombre arrojado poseedor de inmensa sensibilidad humana, a decir de muchos el mejor fotógrafo de guerra que ha existido. Capa cruzó los escenarios de la muerte a lo largo y ancho del mundo, hasta el dí­a que pisó una mina entrando a un campo de arroz en Indochina; fue una mañana durante la retirada de los paracaidistas de la Legión Extranjera después del desastre de Diem Bien Phu.

Doctor Mario Castejón
castejon1936@hotmail.com

Robert Capa fue bautizado Friedman en su nativa Budapest un dí­a de 1913; el sonoro seudónimo, un nuevo nombre en el mundo de la noticia lo adoptó pocos años más tarde. Habí­a nacido dentro de una familia de escasos recursos en la Hungrí­a del Imperio un año antes de los pistoletazos de Sarajevo, aquel dí­a trágico que encendió la mecha de la Primera Guerra Mundial.

La sensibilidad artí­stica y el genio creador de Capa lo pudieron haber llevado por otros caminos, el suyo fue el de plasmar los horrores de la guerra en un rollo de celuloide. Se inició en la fotografí­a apenas a los 18 años en Budapest ganando lo que le permitiera comer dí­a a dí­a, de ahí­ pasó a Parí­s, en donde afianzó su ví­nculo con la grandeza y el sufrimiento. La técnica y el conocimiento de lo que se podí­a hacer con aquella máquina, mostrando al mundo el heroí­smo o la belleza detrás de un gesto o una expresión, hicieron de él un artista reconocido. La España desgarrada de 1936, aquella de Primo de Rivera, de Garcí­a Lorca y La Pasionaria hizo de él lo que siempre fue hasta su muerte: un fotógrafo de guerra, captando con su lente la magia del mundo que rodea la devastación de la guerra. Su fotografí­a expresaba alegrí­a, temor, odio, vergí¼enza, amor y pasión, figuras y rostros, matando y muriendo, saboreando escasos minutos de felicidad.

La fotografí­a de aquel miliciano alcanzado mortalmente por una bala a pocos metros de él en la campiña española cruzó el mundo y lo lanzó a la fama. Los brazos en alto, el fusil en el aire y el cuerpo desmadejado al recibir el impacto, eran tan gráficos y expresaban la angustia de la guerra sin decir una palabra. Los crí­ticos más severos, los corresponsales de guerra dijeron que era la fotografí­a mejor lograda de la Guerra Civil Española; la toma de abajo a arriba, mostraba que Capa estaba tan cerca de lo que sucedí­a que casi podí­a tocar al soldado que morí­a.

España le dio gloria y también una gran conmoción personal, su compañera y asistente con quien estaba ligado sentimentalmente y a quien él llamó después de muerta su esposa, Gerda Taró, fue muerta frente a él por el fuego cruzado de un tanque en la batalla de Brunete en 1937. Se sumió en una terrible depresión y los que lo vivieron cuentan que su audacia para enfrentar la muerte detrás de la cámara hací­a pensar que buscaba la bala que terminarí­a con su vida.

En 1938 saltó de España a cubrir la guerra chino-japonesa, convivió con el ejército de Chiang y estuvo con Mao durante los preparativos de La Gran Marcha. Mostró en blanco y negro el terrible y despiadado arte de guerrear de la casta de los shogunes modernos del Imperio del Sol Naciente. En el año de 1939 su lente captó esta vez, el éxodo de los vencidos de la República a través del Pirineo rumbo al exilio; miles de combatientes y población civil que dejaban atrás todo sufriendo los rigores del invierno y del hambre. Las fotografí­as de Robert Capa atrapadas por el lente mágico de su Leica aparecí­an en las mejores revistas del mundo con sus caracterí­sticos perfiles dramáticos y contrastes.

En 1940 la revista Life en Nueva York le entregó su galardón anual y al poco tiempo fue contratado como fotógrafo por el Ejército norteamericano regresando nuevamente al escenario de guerra europeo, esta vez su misión fue fotografiar el Dí­a D, el dí­a más largo del siglo, el 6 de junio de 1944. No lo hizo desde la cubierta de un naví­o lejos de las playas de asalto, lo hizo con las primeras oleadas de desembarco en aquella carnicerí­a en que se convirtió la playa Omaha, en donde quedaron tendidos entre la marea y el alambre de púas cinco mil soldados americanos; nuevamente una toma suya enseñando el heroí­smo y el miedo cruzó el mundo y fue premiada como la mejor foto de la II Guerra Mundial: un marine arrastrándose en marea baja, entre los hierros y minas de las defensas costeras enseñaba en su rostro angustia y decisión, pero lo más significativo, el hombre que captó el momento estaba a menos de dos metros delante de aquel soldado, los dos bajo la metralla.

Noches atrás estuvimos admirando a través de la maravilla del correo electrónico aquella fotografí­a suya de un miembro de las Brigadas Internacionales en 1939 durante la retirada en Barcelona y lo que ese rostro le dice al mundo, es más que todo lo que puedan contener libros y libros sobre las imborrables huellas que deja en los seres humanos la guerra.