El siglo que no será, Se atribuye a André Malraux la sentencia sostenida en plena guerra fría de que el siglo XXI sería religioso o no sería. «Será religioso o no será». Lo cual en su momento se interpretó de varias maneras y hoy casi se ha olvidado, aunque cada día cobra mayor vigencia y realidad. Religioso, religión, religiosidad. Pero no en los templos ni en los conventos ni en los monasterios ni en la liturgia ni en el colegio de teólogos ni en el mostrador del predicador o el tramitador de licencias celestiales, no en la tradición, los dogmas enlatados o las alucinadas sectas. El mundano autor de La condición humana seguramente intuyó el peligro de que el siglo XXI fuese una réplica, corregida y aumentada, apocalíptica y suicida, del siglo XX; guerras, imperialismos, fanatismos políticos y económicos, terrorismo de Estado, individualismo egoísta, explotación del hombre por el hombre, consumismo irracional, homogeneización cultural, tortura y asesinato de la naturaleza, ecoterrorismo, racismo, xenofobia, nacionalismos a ultranza, entronización del dios dinero y su profeta el mercado, globalización de todas las alienaciones, manipulación genética aberrante, mundialización del crimen organizado, envilecimiento de la sexualidad y consumo de drogas como ejes existenciales… Vivimos una era de acopio electrónico de información y conocimientos, de comunicación a distancia, de realidad virtual, pero privada de cordura y de sabiduría. Desarrollo sin progreso. «Seréis como dioses».
A estas alturas, ¿qué podemos entender como religioso para ponerlo en práctica? ¿Acaso no todo ha sido profanado? ¿Todavía queda algo en la sociedad humana que sea sagrado para todos? ¿Es la religiosidad como un ataúd relleno de palabras y conceptos vacuos: hermandad, paz, concordia, justicia social, tolerancia, trabajo digno, respeto al derecho ajeno, fe en el ser humano…? ¿Nos salvamos todos o no se salva nadie? Sin esfuerzo, y sin tristeza ni amargura, se tocan los síntomas de un siglo no religioso o irreligioso; más bien con la vieja marca del temor y el odio. Es un fracaso sostenido de la humanidad. Lástima. (Todavía faltan 92 años, aunque tal vez en el siglo XXII o XXIII se nos haga el milagro).
Jodido pero contento. Es raro que en ninguna historia de la filosofía occidental se consigne la existencia de cierta secta postsocrática emparentada con los estoicos, los escépticos, los cínicos, los epicureístas, los neoplatónicos y los sofistas, que floreciera en el ítica hacia el siglo II a. C., y cuya máxima era «jodido pero contento», atribuida por algunos especialistas al mismísimo Sócrates cuando estaba en prisión y a pocos días de beber la cicuta, anécdota que Platón, quién sabe por qué, omite en sus Diálogos. Se especula que algunos discípulos del filósofo hicieron de tales palabras todo un cuerpo de doctrina y forma orgánica de existencia, parecida en alguna medida al «sufre y abstente» de la moral estoica (Epicteto). Ahora bien, ¿cómo una escuela filosófica ateniense que declinó hace 22 centurias retoño) en el país de la eterna haciendo de sus habitantes conspicuos acatadores del «Jodido pero contento? ¿Cómo llegó aquí y quién la trajo? ¿De qué manera se instaló y aposentó en los genes del guatemalteco pobre pero honrado? ¿Acaso es simple coincidencia? A veces, la solución del misterio debe ser parte del misterio.