REALIDARIO (DCCXIX)


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SORDIÁLOGOS. Antiguamente, en tiempos remotos, los humanos solían dialogar entre sí a sabiendas de que los dialogantes tenían normal y sano el sentido auditivo, obviamente para que lo dicho o expresado fuera captado por todos como es debido y las palabras no se las llevara el viento, con lo mucho que costaba – y cuesta todavía – coordinar ideas, articular palabras y manifestar verbalmente a los otros algo que tenga algún sentido y venga al caso.

René Leiva


En la actualidad, para nuestro asombro, se han puesto de moda los diálogos de sordos o entre sordos: costosos montajes de conversaciones, con todo el aparato publicitario, entre personajes y personalidades de nuestro mundo político sobre todo, que saben hablar más o menos con propiedad pero no pueden oír debido a que, al parecer, tienen atrofiado o inútil el provechoso sentido de la audición, desde el conducto auditivo externo hasta la trompa de Eustaquio, pasando por otras partes. Pero de la trompa de Taco al cerebro la dificultad ya no es de atrofia propiamente sino de algo mucho más grave que, en todo caso, en apariencia tampoco depende de la voluntad del sujeto del diálogo o dialogante.

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LECTOR EMPEDERNIDO. Como tiene la sana e ilustrada costumbre de leer cualquier papel impreso mientras, cómoda o incómodamente sentado, evacua el intestado, digo, el intestino, al nomás sentir los primeros avisos de que es procedente, impostergable e intransferible buscar el asiento sin fondo, llamado también receptáculo, no  piensa otra cosa que en echar mano al primer impreso que encuentre a la vista, según la urgencia del caso. Si no es demasiada ni apremiante la premura, puede que se lleve la novela o el libro de ensayos que dejó en la página 329; si, por lo contrario, la necesidad acucia y compele, lo más probable es que entre con las manos vacías al aposento o cubículo y no tenga más remedio que leer y releer, letra por letra, el recibo o la factura que, menos mal y por feliz descuido, trae con varios dobleces en el bolsillo trasero del pantalón.

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DESGENOCIDIO. Lamebotas profesionales pero no tan oficiosos, atados a su ideología paranoica, llevan en su sangre la consigna de negar el genocidio del siglo XX en Guatemala. Cabalmente, quieren tapar el genocidio con un dedo (C.F.I.). Es una manera de ponerse de culumbrón ante las cachuchas impunes que los premian con cargos públicos. Así, negando el genocidio, resaltan su abyecto y pírrico triunfalismo seudobélico  y delatan su servil pero cobarde complicidad. Lacayunos, su obsesiva negación del genocidio, de tan  repetida, es una forma necia y grotesca de confirmarlo.