Juan B. Juárez
Por estos días se inauguró en la galería El Túnel una impresionante muestra de pintura abstracta de Ramón ívila (Barcelona, 1934), un artista que ha alcanzado una madurez que va más allá de la destreza y los secretos de la técnica: una sabiduría del pensar pictórico, profunda y serena que no sólo expone ante críticos y coleccionistas sino que propiamente comparte con la comunidad.
La pintura abstracta de Ramón ívila nos introduce a un modo de contemplar marcado por la serenidad y la aceptación de lo que sencillamente es. Hay en su hacer -en su pensar y en su sentir y, en fin, en su obra? una sobria sabiduría, madurada morosamente en la intimidad, sobre lo que es el mundo y lo que es la vida que le permite sencillamente verlos transcurrir afuera y dentro de sí, con naturalidad, sin oponerles ni angustias ni rebeldías, como a las nubes que, calmas o tormentosas, surcan lentamente el cielo.
Lo que sucede en su pintura y dilata su presencia en los cuadros es siempre un pensamiento que no termina de desarraigarse del cuerpo, un sentimiento que, apresado en la carne, nunca alcanza la santidad de lo puro, un hacer infinito y minucioso en pos de la inalcanzable perfección de lo ideal; esos límites que le dan densidad trágica a la existencia humana y a los que su pintura, sin renunciar a expresarlos, primordialmente dice «así es y está bien».
Y a partir de esa aquiescencia íntima y primordial es que la vida profunda alcanza en su pintura la persistencia de una pulsión bien definida que empuja fatalmente hacia la superficie de los cuadros esas lentas formas que son al mismo tiempo precisas y cambiantes y en las que lo que por esencia es íntimo y subjetivo alcanza una palpable corporeidad.
De ahí que, como si se tratara de nubes informes iluminadas y ensombrecidas por un sol que se pone en el horizonte, Ramón ívila se empeñe en seguir el lento desarrollo de esos acontecimientos íntimos y complejos que atraviesan sus cuadros, en precisarles la forma minuciosa que sugiere su cambiante estructura inmaterial, en prestarles el matiz exacto de color y sombra de las emociones que le despierta el rastro fugitivo de lo que sucede, en fijar los detalles del proceso de su formación y disolución para resguardarlos en una memoria usualmente desatenta a las íntimas palpitaciones de la vida.
Por ser ese su origen, las imágenes abstractas en la pintura de Ramón ívila no son arbitrarias, fantasiosas o accidentales: son la necesaria y fatal expresión de esa vida profunda que previamente ha llegado a saber decir que sí a todo lo que acontece. Necesidad interior que explica en parte la naturalidad de nube con la que se posan en sus cuadros y la consecuente naturalidad con la que el artista, dueño de una admirable maestría de oficio, persigue sus minuciosas formas, sus sutiles brillos y oscuridades y su misteriosa «lógica» interna, tan poderosa y convincente que da a la extrañeza de las imágenes un oscuro aire de familiaridad. En sus cuadros, en efecto, contemplamos sin asombro y en silencio las formas extrañas de lo «otro» como ecos o proyecciones que resuenan o se originan en nuestro interior.
Y quizás, más que el asombro, sea el silencio la forma que co-responde a lo que su hacer artístico revela, la respuesta que más nos acerca a su pintura. Un silencio que, naturalmente, es la obra la que lo impone, pero que como respuesta nuestra no tiene que ver con el no tener nada que decir acerca de sus características externas sino con el hecho de que, frente a lo que se muestra en su pintura, lo único que cabe es decir «así es, y está bien», y participar en la serenidad que esa aceptación nos transmite.
No obstante su origen introspectivo, la densa pintura abstracta de Ramón ívila se expresa en un lenguaje sensual y ?dentro de su sobriedad? hasta voluptuoso en su demorado deleite por aprehender lo minucioso y exacto. Justamente porque, pese a su espiritualidad, no quiere dejar de ser pintura, es decir cosa material y sensible, apegada al transcurrir concreto de la vida. De ahí que su modo de formar por acumulación, por división, por ordenación, por ritmo de elementos formales y cromáticos concretos, tienda a la concentración de energía y al contagio emotivo, más propios del juego libre de la imaginación poética que de la especulación metódica, analítica y rigurosa. De ahí que, finalmente, su pintura tenga siempre sobre el tema de la vida profunda la elocuencia de una metáfora bien lograda que arroja luces de certeza intuitiva sobre el término invisible al que alude y convoca.