Ramón Banús es uno de los guatemaltecos más universales, por sus viajes y cosmopolitanismo. Más a la vez, en su mundo plástico, uno de los universos más guatemaltecos. Banús representa en la plástica esa tendencia tan guatemalteca de sentir como necesidad la concreción de su propia realidad. Sus temáticas oscilan siempre en esa búsqueda de llevarnos al espejo.
Ingresar al mundo, a los mundos de Banús, es una expedición a la imaginería de lo guatemalteco, esa ontología desgarrada desde siempre, plasmada en una plástica que se busca y que busca. Origen y futuro de la mano en esta historia de Bonampaks y Méridas.
Ramón Banús nace en 1938 en la Ciudad de Guatemala. La madre Carmen Mongrell es una valenciana cuya familia huye de los estragos de la Guerra Civil. El padre José «Pepe» Banús, guatemalteco de ascendencia catalana. Hombre de empresa y energía inacabable y múltiples oficios. El matrimonio se realiza por poder en España bajo el dramatismo de la huida de la familia y la perdida de sus bienes. Amigos ligados a los Ferrocarriles españoles ayudan a Carmen a salir de España y llegar a Guatemala a finales de 1936, dejando atrás los cañones todavía humeantes y la sangre de más de un millón de españoles.
El padre de Carmen Mongrell, abuelo de Ramón, es el artista José Mongrell Torent (1870-1937) nacido en Valencia, pintor de colorido brillante y de gran producción. Aquí un antecedente familiar en lo que será muchos años después el interés primordial del nieto guatemalteco: la pintura.
Ramón Banús se va de Guatemala en 1961 a la edad de 23 años. Viaja en un carguero italiano con unos cuantos dólares en la bolsa y la cabeza llena de sueños. Europa ha comenzado a marchar de nuevo después del espanto de la segunda Guerra Mundial. Ya no están las vanguardias, todos los ismos han acallado sus voces, pero quedan todavía artistas como Picasso, Matisse o Braque, que se han convertido en «kultgestalter», con algo de reyes Midas. La pintura de Buffet refleja las angustias de la conciencia poética frente a la amenaza de la destrucción masiva, el peligro atómico y los estragos de las armas mortíferas modernas.
El periodo europeo de Banús será una década de acumulación de experiencias. En Italia se compenetra del Renacimiento que marcará para su incuestionable perfección en el dibujo. Banús dice de este primer período europeo:
«Hubo una época en la que yo estuve muy entusiasmado con Matisse, con Chagal, con Paul Klee…Simplificaba muchísimo las figuras, pero obviamente no era una cosa natural. Después pasé a una época negra, en Barcelona, influenciado por Goya. pero con personajes que Yo conocía en la calle, sobretodo en La Bodega Bohemia; los cantantes, los ancianos, los mendigos de Barcelona que como Lorca decía: «Sacan a solear sus pecados a las ramblas”.
La escuela de Viena, llamada también del Realismo Fantástico, marca la sensibilidad estética y poética de Banús. Conoce personalmente y trabaja con uno de los principales representantes de esta escuela como Fuchs.
Pero no son sólo las escuelas y sus artistas representativos los que lo influyen y los forman. También es la escuela de la vida donde Banús encuentra, como Gorki, sus universidades. Es en la calle, en las tabernas, en trabajos como estibador de muelles, empleado de una agencia naviera, extra de cine, traductor, agente cinematográfico y gerente de una casa disquera, en donde Banús se compenetra de mundos dispares pero entrelazados esencialmente por la médula única que caracteriza en el fondo todo lo humano.
Las exposiciones del joven Banús en Europa dejaban ya entrever ese camino al origen. Es invitado a exponer en el Palacio Real de Milano. El gran maestro de Chirico visita una de sus exposiciones y lo elogia. La crítica europea, usualmente poco generosa con los artistas que proceden de pueblos sin historia, sin lugar en el mapa del arte mundial, le trata con respeto. En la Revista Europea-Barcelona 1967 se dice:
» Un dibujante a la pluma en plan artístico no es corriente encontrarlo en estos momentos en los cuales el trazo nervioso y la marcha ofrecen a nuestra sensibilidad la vibración exigida, Banús, el artista guatemalteco, cultiva esta difícil modalidad con carácter y auto exigencia técnica rigurosa.»
Y el connotado crítico Santos Torroella escribe una reseña sobre una exposición del joven artista guatemalteco Ramón Banús, en el Diario El Noticiero Universal de Barcelona, también en 1967:
«La habilidad paciente y reiterada del joven expositor es mucha, posee un acuciado sentido de las formas y no son pocos sus aciertos en trance de dar viabilidad positiva a las extremosidades fantasiosas de sus temas.
Tiende en estos al sarcasmo, a poner en evidencia los más fuertes contraste entre la belleza y la fealdad, esta subrayada en lo infrahumano, y a enlazar de tal modo, con todas las fabulaciones fustigadoras de lo caído y lo grotesco que van del Bosco a Goya.”
Retorna en 1971. Tras una corta estancia en San Salvador se establece definitivamente en Guatemala y comienza ganarse la vida «vendiendo tractores, sin saber manejar automóvil.» Siguen trabajos diversos y alejados del arte. Gerente de ventas y productor de comerciales para televisión. Pinta entonces 40 metros cuadrados de «pintura erótica» para un conocido motel de la Capital. Hasta que en 1979 renuncia a todo menos al arte y decide no hacer otra cosa que pintar.
Banús levanta en los años 80 una obra plástica gigantesca y original. Nos lleva a menudo a espacios disímiles, donde puede experimentarse lo común que pueda haber entre un pordiosero y un magnate, entre una prostituta y una dama oligarca. Al mismo tiempo que los personajes venidos del submundo, de los burdeles, de las cantinas de mala muerte, tienen también los rasgos humanos que caracterizan a veces a sectores idealizados en la sociedad clasista y vertical guatemalteca.
En 1986 publica partes de sus cuadernos de apuntes. Dibujos que había hecho a vuela pluma mientras caminaba por parques y sitios populares de la Ciudad de Guatemala. El “Cuaderno de Apuntes y Dibujos” Ala gran Flauta despierta de inmediato un interés vivo que lleva hasta el debate y a una mesa redonda. Surgen las preguntas infaltables: Somos así? Por qué ellos y no otros? Quienes son los guatemaltecos?
Escribe en la introducción:
“Guatemala capital!. Hormiguero de rostros que en otros rostros repiten afanes y sueños. Parques y calles de Guatemala capital que nos obligan al reencuentro con nosotros mismos.
Y posiblemente- si nos los propusiéramos- al encuentro de una solución. Solución a qué? Se preguntará más de alguno…
Yo estoy seguro que en esos parques y en esas calles podemos encontrar la respuesta al verdadero perfil de nuestro destino.”
En sus espacios pictóricos aparecen los marginados. Sin que falte la empleadita doméstica de origen campesino e indígena que recibe una carta de su novio que está haciendo el servicio militar en algún lugar «lejano» de nuestro pequeño país.
Sin acudir a panfletos, ni condenas, ni proclamas capta plástica y magistralmente esa presencia que desgarra, que se deja sentir, que vibra en las atmósferas citadinas y en esos encuentros sociales que crea Banús en sus calles, en sus fiestas, en sus reuniones en torno a una mesa. Como en La Parranda, o en El Cabaret, cuadros que contienen esa opresión silenciosa, ese secreto callado y general, ese y en término de Foucault ese nombre que se presta a una situación estratégica compleja en una sociedad dada. Es decir: el poder.
Banús recorre parques y lugares públicos de la ciudad de Guatemala. No la capital metropolitana, con algo de Miami sin dejar nunca petates y zarabandas. Como pintor de la Ciudad de Guatemala no se dedica a plasmar en sus telas edificios y lugares, sino más bien su verdadera pasión son las gentes, las personas que pasan, hablan y desarrollan en esas mismas plazas y calles toda la gama delas relaciones sociales. Banús es pintor de la condición humana, el maestro de los rostros, esas máscaras que usamos para mitigar el embate de las relaciones sociales presionadas y compungidas por el signo de la desproporción y los contrastes.
Ramón Banús es también como retratista de la condición humana, el maestro de los rostros, esas máscaras que usamos para mitigar el embate de las relaciones sociales presionadas y compungidas por el signo de la desproporción y los contrastes. Rostros frívolos es una expresión de la dramaturgia humana. Del teatro guatemalteco, unas veces cómico y grotesco, otras trágico. Y también burlesco. Dolorido, desafiante, contestatario y a la vez sumiso. La doble o triple naturaleza del guatemalteco. El indio, el ladino, el riquillo blanquito, el ricote moreno y mafioso, el pobre de solemnidad pero honrado, el político deshonesto y cínico, el campesino en su pobreza pero incrustado en un sueño bucólico y pastoral, el obrero sin empleo, el burócrata empedernido.
En sus recorridos antropomórficos nos introduce a espacios donde reconocemos lo que no somos. Lo que no queremos ser. No se trata de retratos simplistas de prostitutas y delincuentes. Sino encontramos en sus personajes, los perfiles de la maldad confundida con la ternura, de la bondad traspasada por lo cruel. No es blanco ni negro, sino humano claroscuro. Quizás influencia del Bosco o del período de los Caprichos de Goya. No hay en otras palabras ni moralismo ni denuncia. Ni panfleto, ni prédica. Una cosa es segura alguien desde ahí, nos mira, nos habla, nos descubre, nos envuelve y nos lleva hasta las secuencias más hondas de las trepidaciones abismales que nos retuercen el alma. Como en El Comepiedras, que lleva la nostalgia de muerte en la mirada y la fuente mineral y última del universo en la mano.
Banús no se preocupa «del pueblo» en abstracto. Ni de las dialécticas abstractas que se esfuman en polémicas sin fin, en cafeterías y paraninfos. Banús simplemente nos recuerda que existen individuos que se debaten entre la ilusión y el miedo. Que las prostitutas no son malas, ni buenas. Que también tienen sueños, angustia, hambre, sed de ser amadas. Por esta razón Ramón Banús es amargado entre sonrientes y sonriente entre amargados. Progresista entre oligarcas y conservador entre «revolucionarios». Su arte no es ni popular, ni elitico. Es arte. Por eso conmueve. Puede gustar o molestar pero no pasa indiferente. Es el caso de esa gran obra al óleo que es El Pueblo, pintada a inicios de los 80 en un período de especial violencia.
Pero no encontramos un grito de protesta, ni una masa compacta que se muestra como sujeto de la historia. Sino aglomeraciones de gestos, miradas furtivas, genuflexiones de dolor, de miedo, de sueño, de angustia, de desolación masiva. Encontramos simplemente al pueblo, a la gente que se debate diariamente entre el deseo de vivir y los límites que impone la sobrevivencia. Gente que nos mira y que son mirados: el pueblo somos todos y en concreto nadie.
Manuel José Arce habla de Banús como del cosmopolitano atitleco; la expresión no deja de cautivar, porque se pierde de pronto en el lago sin fondo donde está el Xocomil de las pasiones de la vida, del amor, de la miseria, de la aurora y la noche. Banús no gusta de dioses ni de falsos adoradores del fuego. Ningún ismo. Ningún opio. Sea nacional o internacional. Le interesa la condición humana. Y en el retrato de un personaje simple, está la cotidiana verdad de la belleza, la prosaica realidad de existencias atrofiadas, reprimidas. Justamente ahí donde se juntan los lagos mágicos de Guatemala con los cielos eléctricos de la noche de Leonard Cohen, Bob Dylon. Y Verdi. Y Wagner. Y el marimbista más humilde de San Rafael Pie de la Cuesta. El artista Banús el más guatemalteco de los cosmopolitas y el más cosmopolita de los guatemaltecos no quiere retratar a Kukulkán, sino mostrarnos el Kukulkán que llevamos adentro. Y como el antiguo Terencio, podría también Ramón Banús decirnos, con toda su formidable obra: “Nada humano me es ajeno».