Malik, Hassan, Rifat y Coulibaly son cuatro musulmanes que como muchos otros viven en Francia donde trabajan largas horas en empleos «penosos», sin beber ni comer durante el mes de ayuno del ramadán, en lo que ellos consideran «una prueba de resistencia física y mental».
«Lo más duro es la sed», sostiene Malik Ibrahim, un malí de 33 años que desde hace tres trabaja en una empresa de limpieza callejera de la región parisina, «con los documentos de un primo».
«La sed empieza por la mañana y te tortura hasta que se pone el Sol; es difícil olvidarla, sobre todo cuando ves beber a los otros», explica el joven, que vacía grandes cubos de basura durante 12 horas al día.
«Pero el ayuno reafirma la voluntad con el sentimiento de haber hecho un auténtico esfuerzo y de haber respetado una enseñanza esencial de nuestra religión», agrega.
El ramadán, que empieza el lunes o el martes en Francia, es uno de los cinco pilares del islam. Es un mes de ayuno y oración que conmemora la revelación divina recibida por el profeta Mahoma.
Las comunidades musulmanes del mundo lo empiezan en días diferentes debido a que su inicio se fija mediante la observación directa ocular de la luna nueva.
Los fieles son llamados a practicar la piedad y la caridad y deben abstenerse de beber, comer, fumar y mantener relaciones sexuales desde que sale el sol hasta que se pone.
Para Hassan Djamal, un obrero argelino de 42 años que trabaja en la cadena de montaje de una fábrica de automóviles de la región parisina, el ramadán «es un momento esencial de la vida religiosa, familiar y comunitaria».
Pero es «agotador» porque «nuestros ritmos de trabajo no están adaptados y por la tarde estamos completamente agotados», reconoce.
En la obra donde trabaja Coulibaly Sibaly como albañil «incluso hay muchachos que se marean o se hieren», dice este joven de 26 años nacido en Costa de Marfil que trabaja «una media de 12 ó 13 horas al día».
«Es una buena prueba para la voluntad personal y la fe pero deberían darnos horarios diferentes durante el ramadán», subraya.
Rifat, por su parte, vive «una tentación permanente», pues trabaja como camarero en un restaurante turco de París desde las ocho de la mañana a las ocho de la tarde.
«Naturalmente que tenemos menos clientes pero hay otros muchos no musulmanes y es un poco duro tenerles que servirles y estar en pie muchas horas sin nada en la panza», reconoce este joven musulmán de 25 años que se define como «muy practicante».
Para los cuatro, el mes de ramadán también es un período en el que asisten más asiduamente a la mezquita y frecuentan más a otros miembros de la comunidad musulmana por las noches, en el «iftar», o sea, cuando se rompe el ayuno.
Sin embargo, este año están preocupados de no poder festejar como se debe ese tan esperado «iftar» por la subida de los precios de los alimentos.
«Nos vamos a tener que apretar los cinturones también por la noche», suspira Hassan, resignado.
A ello se suma que para estos trabajadores inmigrantes, cuyas familias están tan lejos, el ramadán también es, como resume Malik, «un momento en el que se echa mucho de menos a nuestro país, nuestras mujeres y nuestros hijos».