Nada aterroriza tanto a tantos como los impuestos. Evidentemente, a menos que se tenga un verdadero altruismo o una espiritualidad fuera de este mundo, normalmente eso de tener que desembolsar mensualmente dinero para el fisco es algo que no provoca risa. Es necesario racionalizar las cosas para pasar el trago amargo.
           Uno se puede decir, por ejemplo, que los impuestos son una forma de solidaridad con aquellos que tienen poco o nada. Si todos contribuimos, se dice uno, de repente podemos sacar de la hambruna y enviar a buenos centros de estudios a tanta gente que la pasa mal y carece de educación. No está mal ayudar al prójimo.
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           La caridad, se repite uno en la mente, también debe atravesar el tema de los impuestos. Ya que no doy el diezmo y soy poco generoso en la Iglesia, pues aunque sea de manera obligatoria, comparto algo de las bondades con que Dios me bendice. A lo mejor me gano el cielo compartiendo mis exiguas ganancias para la construcción de las carreteras por donde pasarán tantos hermanos deseosos de llegar puntuales a sus trabajos.
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           Pero se lo roban, se dice uno tratando de zafar bulto. Inmediatamente la conciencia replica que ese no es problema totalmente personal. Uno lo da y se preocupa en todo caso darle seguimiento a los óbolos, pero eso no justifica que me haga el loco y que incluso me quede con lo que no me pertenece. Mi obligación es darlo, cuidar que se invierta vigilando en las medidas de mis posibilidades la honestidad de su manejo, pero más allá de eso los funcionarios tendrán que responder por su manejo.
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           Además, insiste uno, si nos ponemos en una actitud egoísta tendremos un país miserable. Los ladrones surgirán desde debajo de las piedras, las carreteras estarán en mal estado, los hospitales en quiebra, no habrá escuelas y niños pululando por las calles sin nada qué comer. Una sociedad con falta de solidaridad está condenada al fracaso. Uno piensa que es ventajoso compartir aunque duela hacerlo.
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           Luego de esta conversión, producto de una racionalización al mejor estilo de adoctrinamiento personal, uno empieza a tomar distancia frente a los que dicen querer un país mejor, pero no se aventuran a pagar el precio del país dorado que crean en su imaginación. Se quejan de la inseguridad, pero no son solidarios, se quejan de la falta de educación, pero no comparten para que los niños se eduquen. Entonces uno cae en la cuenta de que el discurso es poco consistente.
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           Es probable que el egoísmo conduzca a algunos a sostener un discurso equívoco. Dicen: Quiero pagar impuestos, pero necesito garantías de su inversión. Es una triquiñuela porque nunca, jamás encuentran la tal garantía. Expresan frente a la televisión que pagarán impuestos, pero hasta que se termine la corrupción. Otra triquiñuela porque ellos que son los dueños de los medios de información siempre se encargan de mostrar a la opinión pública algún modelo de falta de honestidad. Luego tienen la prueba que necesitaban para nunca ser solidarios.
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           Nada aterroriza tanto a tantos como los impuestos, pero debemos empezar a comprometernos para cambiar el país, de lo contrario, seguiremos como estamos o, perdón, nos volveremos peor.