El colchón ofshor. ¿Ya vieron? Vaya. Detesto recordarles que se los dije. Yo por eso no cambio mi viejo tecolote de alcancía ni mi descolorido pero entrañable colchón ofshor, aunque no gane intereses porque el mejor interés es la seguridad; y tampoco ayudo con mis depósitos a financiar dudosas transacciones millonarias para alimentar monopolios propiedad de la oligarquía. Sigo una logística simple. No temo ser asaltado después de levantar mi colchón o zangolotear mi tecolote. Soy mi propio cajero automático. No tengo necesidad de hacer cola; no congelo nada, y estoy seguro que nunca se me ha ido el sistema. El tecolote de alcancía es el seguro guardián de mi dinero: duerme con los dos ojos abiertos, bajo sus bien pobladas cejas de barro. Ningún Gí¼ili Zapata tiene injerencia alguna con mis cajas fuertes tradicionales. Conmigo no hay mano de mi amigo el mono, ni mucho menos se lava o blanquea nada. Mantengo suficiente líquido e incluso un superávit gaseoso. Es cierto que con mi alcancía y mi colchón ofshor a veces nos hemos declarado en franca quiebra, pero el único quebrado he sido yo y nadie más. En mi tecolote y mi colchón tengo depositado todo mi amor y mi confianza, y donde está mi tesoro ahí reposa mi corazón.
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En política hay demasiado escrito. Ninguna afirmación más errónea, falsa e incorrecta que esa según la cual en política no hay nada escrito (sic). Nada escrito hay en política. Escrito en política nada hay. Cuando si de algo se escribe hasta la náusea, la basca y el asco es de política precisamente, sobrepasando con creces cualquier otro asunto. Al punto de que en diarios, revistas y suplementos existen secciones dedicadas sólo a la política, y la mayoría de artículos firmados, columnas, cartas a la redacción se refieren a la mentada y mencionada. Hay editoriales especializadas, bibliotecas enteras, asignaturas y carreras universitarias, cursillos especiales, conferencias y hasta filósofos consagrados a la política. Mi maestro Aristóteles tiene una famosa y voluminosa obra denominada «Política». Por no hablar de «El Príncipe», el «Leviatán» o «El ogro filantrópico», las muchas utopías y los escritos de Lenín. Algunos premios Nobel, sean de la paz, economía o literatura están teñidos de política (o geopolítica). La Carta Magna, el contrato social, variadas leyes, programas e idearios de los partidos son textos de política. Pasajes de las Sagradas Escrituras versan sobre política. Tiernos poemas de amor leídos entre líneas delatan a la política. Quienes no saben leer creen que no hay nada escrito.
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Ya no hay cupo en la foto. Algunos amigos fotógrafos que he consultado al respecto, no me han podido dar una receta o fórmula para poder ser yo uno de los de la foto, o sea aparecer en ella; pero nunca de cualquier foto en grupo, pues eso sería demasiado fácil y vulgar, sino de «la» foto, esa, una y única, en riguroso singular, que no tiene plural. Mis amigos fotógrafos me salen con evasivas, eluden el asunto, hablan de otra cosa; pero el más franco y realista me ha aclarado que «la» foto ya está tomada, desde hace tiempo, y que es algo así como el retrato oficial, legal, público y canónico, la versión definitiva, aceptada y considerada como la auténtica, por lo que se descarta realizar un montaje para incluir a cualquiera de ella, por mucha influencia política o económica que posea, ya no digamos un pelagatos que ni a petate llega (sic). Por eso es que no aparezco en la foto.
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¿Devuelvo el petate? En otro desorden de ideas, cada día que pasa me convenzo más de que el petate que me obsequiara, sin yo pedírselo, Uaio González-Zapata y Biatoro, no es el petate en que mi cuerpo deba caer tieso cuan largo y ancho es. Incluso mi mujer, la Chayo, y mi siquiatra de cabecera –quien es una eminencia en ideas fijas– me aconsejan y casi amenazan para que me deshaga del referido petate, obsequio de Uaio Romualdo, pues creen que me induce una especie desconocida de obsesión patológica, de pronóstico reservado. En prevención de cualquier contingencia y amedrentado por mi mujer, la Chayo, y mi terapeuta mental, he decidido, por mí y ante mí, devolver dicho petate al inefable Uaio, pero no quiero herir sus susceptibles sentimientos, que se sienta ofendido, que vea en tal acto restitutorio una forma de desaire, ni mucho menos. Lo estoy pensando.