Aflojarse el cincho. Todo nuevo gobierno, digamos, comienza con el cincho bien apretado, hasta el último orificio recién estrenado cinturón, con aires de ascetismo, para guardar las apariencias y quedarse de la inquisición de los electores. Eso es el principio. Pero poco a poco, entra comilona y festín inevitables pero apetecibles, el vientre del régimen se va abultando porque mientras más come de mayor apetito padece, incluso de aquellos manjares nunca por él soñados ni deseados. Entonces se llega la época feliz en que la hebilla del cincho gubernamental tiene que ajustarse en el primer agujero, so pena que la barriga le estalle o le cuelgue hasta los testículos (si los hubiere). Incluso ha habido gobiernos cuyo cincho devino en puro adorno, siempre para guardar las apariencias, porque lo que llegó a sostenerle la atiborrada e insaciable panza fueron potentes y resistentes tirantes a prueba de reventones o pinchazos. En resumen, a los pocos meses de instalado un nuevo (digamos) gobierno, el electorado no sabe distinguir entre su cincho apretado y la ausencia total o parcial de dicha prenda o adminículo ornamental.
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Sentar un precedente. Casi nadie pone en duda la importancia y trascendencia de sentar precedentes, ya que estos no sólo van adelante en el tiempo y el espacio sino que condicionan todo cuanto ocurre después; pero no conviene que un precedente pase mucho tiempo sentado cómodamente, sea en una silla cualquiera, en el suelo, un banco de parque, un sillón de mullido cuero, en fin, porque entonces dicho precedente puede acostumbrarse a pasar la vida sin hacer nada, viendo pasar el mundo ante él, tornándose en un comodón más, que creen ya haberlo hecho todo. Por el contrario, un precedente, cualquier precedente, todo precedente que ha sido sentado debe de levantarse a los pocos minutos, respirar profundo, estirar los miembros, hacer un par de sentadillas, disponerse a continuar la marcha, trazarse diferente camino, abrir nueva brecha, y así, cualquier día, siendo ya prácticamente otro precedente, diferente al anterior, dar oportunidad para que sea sentado por las autoridades competentes, pues tal situación transitoria es o debería ser parte de su naturaleza precursora, y antecedente. Galimatías aparte.
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Antes de ponerle tablas al diálogo. La mayoría de expertos y observadores concuerdan de que antes de entablar el diálogo (lo cual no significa, nunca, ponerle tablas) es pertinente acudir donde el otorrinolaringólogo a examinarse los oídos, hacerse un lavado de ambas orejas, revisar el audiófono en caso se usase, echarse gotas óticas, practicar unos sencillos ejercicios de audición, verificar la capacidad de atención hacia toda clase de sonidos, en especial los articulados, salidos de boca humana, en fin, sin olvidarse, por supuesto, de aceitar y afinar la muy venida a menos voluntad política, sin la cual el diálogo es tierra árida. Y es que los oídos, en su parte externa, media e interna y su conexión con cierta parte del cerebro, vienen a ser algo así como la infraestructura y estructura, a la vez, del famoso diálogo, incluso más que la propia lengua, la cual suele soltarse innecesariamente, cuan larga es, además de cierta ponzoña que puede destilar en algún momento del diálogo, en clara desconexión no únicamente con el mencionado cerebro sino con los intereses nacionales. En resumen, no puede existir un diálogo constructivo sin previo condicionamiento técnico y científico de ambos oídos, pero siempre mucho más allá de lo puramente anatómico.