Quizás no estoy arando en el mar -I-


Mi muy estimado Oscar Clemente Marroquí­n Godoy, mucho le agradezco su artí­culo en La Hora del 3 del presente mes: «Poncho Bauer Paiz sigue arando en el mar», en relación de un documento borrador contentivo de una posible iniciativa de ley, si es que alguno o varios dignatarios del Congreso de la República lo hace o hacen suyo, para derogar la vigente Ley de Minerí­a y sustituirla por otra, no sólo que no lesione los intereses de la Nación, sino que los proteja y garantice condiciones ecuánimes en el régimen concesionario de la minerí­a y ventajas para el Estado y los guatemaltecos.

Alfonso Bauer

Al respecto le hago saber a usted, apreciado Oscar Clemente, que el dí­a 17 de abril pasado leí­ en Prensa Libre, en la página 4 de dicho diario, una información en la que se poní­a en conocimiento público que los diputados del Congreso de la República habí­an acordado «retomar la discusión de las varias iniciativas de ley, para reformar la Ley de Minerí­a. Ese mismo dí­a, en atenta carta, me dirigí­ a Prensa Libre, dándole mi opinión respecto a que dicha Ley necesita, para los intereses nacionales, no reformas parciales, sino sustitución total, debiendo ser derogada la que está vigente. Y dí­as después, envié una copia del documento borrador, que puede ser utilizado como texto de una iniciativa de ley, si la presenta algún dignatario. O sea el mismo documento que leyó usted para escribir su artí­culo «Poncho Bauer Paiz sigue arando en el mar». Mi proyecto lo elaboré como investigador de la Usac. Hasta el dí­a de hoy, Prensa Libre, no le ha dado ninguna atención al mencionado proyecto mí­o.

En vista de ello, dispuse enviárselo a usted, Oscar Clemente, y a los pocos dí­as, fue tan gentil de escribir el dí­a 3 de los corrientes el editorial «Poncho Bauer Paiz sigue arando en el mar», escrito que no impugna mi propuesta, y se refiere a mí­ como persona digna de confianza. En este escrito no abordaré el tema de la Ley de Minerí­a, sino el de nuestras relaciones personales y profesionales con el Lic. Clemente Marroquí­n Rojas, su hijo y mi amigo de siempre, Oscar (el Seco), ahora gordito y siempre buen amigo, desde que él era un patojito y yo ya un adolescente, y ambos viví­amos en la 7ª. Av. Sur, entre 20 y 21 calles de la ciudad capital; y su hijo Oscar Clemente, quien hace más de cuarenta años estuviese él en la Facultad de Ciencias Jurí­dicas y Sociales de la Usac, junto conmigo, él como alumno de Lógica Jurí­dica y Derecho Financiero y yo como catedrático. Por cierto, él, siempre excelente estudiante.

En cuanto al Lic. Clemente Marroquí­n Rojas diré lo que siempre he pensado y dicho de él: allá, por el inicio de la década de los años treinta, él y Aguirre Velásquez fueron los únicos periodistas que prefirieron el destierro, a someterse a la dictadura ubiquista, pero cuando triunfó la Revolución del 20 de Octubre de 1944, vino a su patria y, siempre combativo, criticaba determinados aspectos de la polí­tica del Dr. Juan José Arévalo, pero éste talentoso y sabedor del civismo de Marroquí­n Rojas le invitó a que dialogaran y le ofreció nombrarlo Ministro de Economí­a y Trabajo, pues el titular, economista, Dr. Manuel Noriega Morales, ya habí­a pasado a la Presidencia del Banco d e Guatemala -banco central-, y él aceptó.

En esos momentos yo era diputado del Congreso de la República, y por la estrecha amistad que, entonces tení­a, con otros dos diputados: Carlos Manuel Pellecer y Humberto Sosa, integramos un trí­o que, acompañados con dirigentes campesinos, iniciamos en Escuintla una campaña en pro de la reforma agraria y censurábamos la polí­tica agraria del presidente Arévalo, que se proponí­a dentro del marco de relaciones productivas de la OIT -Estado, Empresarios y Trabajadores- desarrollar en ese departamento de la República la producción agrí­cola y, en seguida, en otras regiones del paí­s. Pero nosotros, incitábamos a los campesinos y a los obreros agrí­colas a exigir la Reforma Agraria y la expropiación de los latifundios con base en lo dispuesto en el artí­culo 91 de la Constitución de la República, que los prohibí­a y el Estado debí­a reincorporarlos al patrimonio nacional. (Continuará)