No puede uno sino sentir asco y decepción al ver la reacción del presidente de la Asociación de Jueces y Magistrados, Carlos Aguilar, a la denuncia penal presentada por la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala contra el juez Mario Najarro. Según el representante de la organización gremial, la acción de la CICIG atenta contra la «independencia judicial», y uno se tiene que preguntar qué le hace en verdad daño a esa independencia, si una resolución evidentemente concertada o la acción para sentar precedentes que obliguen a los juzgadores a preocuparse siquiera un poco por el respeto a la Ley y al valor esencial de la justicia.
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Yo admiro a los sindicatos y entidades gremiales que se ocupan por mejorar las condiciones de trabajo de sus miembros y que defienden los derechos inalienables de los trabajadores. Pero reconozco que muchas de esas organizaciones se pierden cuando en vez de defender al buen trabajador se convierten en escudo para patrocinar a los malos elementos. En el caso de la Asociación de Jueces y Magistrados uno pensaría que el principal valor a tutelar por un colectivo de los funcionarios encargados de la administración de justicia sería, cabalmente, la justicia en el país. La independencia judicial es un concepto esencial para evitar que malas influencias y poderes fácticos interfieran con la administración de justicia, y justamente esos poderes y esas influencias son las que han facilitado la liberación de detenidos y alientan la prostitución de la justicia. Estoy convencido de que en un régimen de pleno derecho uno tendría que mantener posturas inclaudicables a favor de ese principio, pero es suicida dejar que el mismo se convierta en el parapeto de las resoluciones pactadas con el crimen organizado. Guatemala no está viviendo en condiciones normales porque es obvio que la mayoría de nuestras instituciones están controladas por los grupos criminales y sería torpe esperar que mientras éstos manosean las leyes y las retuercen a su sabor y antojo, la sociedad se conforme y se castre aceptando como incuestionables valores que no tienen sentido ni vigencia en nuestra realidad. Tenemos que partir del hecho de que la alianza entre el poder formal y los poderes fácticos del crimen organizado violentó radicalmente nuestro estado de Derecho y prostituyó de tal forma la institucionalidad del país que obligó a buscar la ayuda internacional, no contemplada en nuestro ordenamiento interno, como una medida excepcional y desesperada para encauzar nuevamente nuestro estado de Derecho. La presencia misma de la CICIG es producto de una evidente necesidad que se deriva del descalabro de nuestras instituciones y de que la misma independencia judicial terminó siendo puesta al servicio del crimen organizado. Los jueces correctos, los que están ayudando a reconstruir nuestra legalidad junto con fiscales y policías que tienen evidente compromiso por combatir la impunidad y restablecer el imperio de la Ley, no tienen motivo de preocuparse ni jamás sentirán presión a su independencia. Pero quienes emiten resoluciones burdas, indefendibles y manifiestamente comprometidas con los grupos tenebrosos que se han adueñado de nuestra institucionalidad, tienen que saber que hay instancias legales ante las que deberán responder. Si no admitimos esa realidad, si no entendemos que la corrupción es tal que nos obliga a acciones extraordinarias, no podremos librar la lucha por devolver el respeto y credibilidad a nuestras instituciones, especialmente en el sector justicia donde la compra de voluntades ha sido evidente, cínica y desbordada.