No puedo sino citar a Bécquer cuando pienso en lo que ha ocurrido desde el domingo, cuando César Barrientos puso fin a su vida en medio de la desesperación que le causó su enorme angustia por la forma en que fue arrinconado para aniquilarlo como uno de los más importantes luchadores contra la impunidad y por la construcción del verdadero Estado de Derecho y para cimentar nuestro sistema de justicia penal. Durante meses, aunque alguno de sus colegas magistrados haya dicho lo contrario pintando a César como si la estuviera pasando muy bien, sin preocupaciones ni agobios, la del doctor Barrientos fue literalmente un alma en pena porque estaba absolutamente claro de que lo habían aniquilado.
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Algunos diplomáticos y personas interesadas en el tema del fortalecimiento de la justicia escucharon sus angustias; unos le aconsejaron abandonar esa lucha e irse del país y otros le insistieron en que tenía que ser valiente y, en medio de la adversidad, continuar con sus aportes al sistema judicial. Poco a poco ha ido trascendiendo la enorme importancia que tuvo en mejorar procedimientos, desde antes de ser magistrado de la Corte Suprema de Justicia, no sólo en el proceso penal guatemalteco sino en otros países de Centroamérica y la forma en que, desde la Presidencia de la Cámara Penal, hizo una labor consistente en varios sentidos, pero especialmente en propiciar la atención de los tribunales para los que no tienen voz. Nunca pudo ponerle fin al manoseo de los procesos en el Centro de Gestión Penal, lugar donde se decide por arte de una magia surrealista, a qué juzgado va a parar cada juicio.
El pasado lunes escribí que el incidente de su hijo lo hizo añicos no sólo moral y anímicamente, sino que restándole autoridad moral como conductor de un proceso de reforma para mejorar el sistema de justicia. Los medios lo hicieron aparecer como un manipulador para proteger a su vástago, objetivo principal, al final de cuentas, del proceso iniciado por el delito de trata de personas. César tuvo oportunidad de salvar a su hijo con un simple voto que pudo romper el estancamiento del proceso para elegir presidente de la Corte Suprema de Justicia y no lo hizo por considerar que iba contra sus principios. Cuántas veces, después, se habrá preguntado si hizo lo correcto en un dilema que cualquier padre de familia podrá entender bien, pero que puede destruir el ánimo y la fortaleza de cualquiera.
El suicidio de César Barrientos no fue como el de Eduardo Chibás en Cuba cuando, como periodista que no pudo probar una acusación que hizo por la corrupción en tiempos de Grau y de Prío Socarrás, cumplió su promesa y en plena transmisión radial se pegó un tiro frustrado porque fracasó en aportar las pruebas. El suicidio de César es un mensaje más críptico sobre lo que es nuestra realidad y la forma en que proceden los poderes ocultos que tienen copadas instituciones públicas y privadas, desde los tribunales hasta los mismos medios de comunicación.
Puede ser que haya sido tan críptico que no lo entendiera casi nadie y por eso hoy, al ver que Guatemala no se inmutó con su suicido, pienso en los versos de Bécquer y recuerdo “qué solos se quedan los muertos”.