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Cuando a cada uno de nosotros nos llegue el momento de estar frente a Dios para rendir cuenta de nuestros actos, El seguramente no nos preguntará:
¿Fuiste famoso en la vida?
¿A cuántas fiestas asististe?
¿Tenías muchs automóviles?
¿Caminabas siempre bien vestido y a la moda?
¿Qué tan grande era tu cuenta bancaria?
No . . . por supuesto. El preguntará:
¿Quí§e dichiste por tus semejantes?
¿Ayudaste al necesitado en su hora difícil a encontrar alimento, ropa y albergue?
¿Llevaste tu afecto a aquél pobre aflgiido y enfermo?
¿Ofreciste tu mano a aquél hermano tuyo hundido en el vicio y el pecado?
¿Fuiste capaz de desprenderte de aquello que otro necesitaba más que tu?
EL cumplimiento de estos mandatos en la tierra debe constituir nuestro tesoro y patrimonio en la vida y más allá, porque lo demás, tengámoslo por seguro, no tiene ningún valor a los ojos de Dios.
La vida no se mide por el tiempo que ha pasado, sino por el uso que se le ha dado.