El 19 de noviembre me enteré, de nuevo, de la represión de la Policía Nacional, Civil ahora contra campesinos organizados en CODECA, en Mazatenango y Retalhuleu; según denuncias, con participación también de kaibiles. Esto se suma a acciones similares realizadas en otras partes del país a lo largo de este año, en donde policías y soldados han reprimido, violentamente, las justas demandas de la población pobre y marginada.
Al mismo tiempo, vemos con incredulidad cómo la Policía, con el flamante respaldo del ejército, deja de actuar frente a la violencia criminal, particularmente la del crimen organizado. Fuimos impactados por la noticia de los 15 ciudadanos nicaragí¼enses y un holandés que fueron asesinados y luego incinerados. Nicaragua reclama justicia, con sobrada razón, al igual que El Salvador sigue a la espera de justicia por el asesinato de sus diputados ante el Parlacen. Hoy mismo, los diarios dan cuenta de 626 mujeres asesinadas, principalmente con armas de fuego, en lo que va del año y Unicef señala con alarma que en el primer semestre 155 niños fallecieron a consecuencia de disparos. Ante esto, la Policía no hace nada y el Ejército, lógicamente, menos.
Estamos ante un estado Fallido. La obligación primaria de todo Estado es dar seguridad a sus ciudadanos. La responsabilidad no es solamente del gobierno sino de la totalidad del Estado, con gran culpa de la clase política y el sistema judicial. En los Estados fallidos, justamente la policía actúa represivamente. Contra el crimen y la violencia es impotente; pero se ensaña contra la protesta social. Con ello le dice a las clases adineradas que les defiende sus intereses. Eso no puede continuar, a menos que este gobierno, en menos de un año, no entienda que quien «siembra vientos cosecha tempestades».
El Ejecutivo no puede solamente lamentarse de que no ha logrado lo que se proponía y pedir «paciencia» a una población que lleva décadas de vicisitudes. Es tiempo de que en la teoría y en la práctica el Gobierno distinga entre movimiento social legítimo y accionar criminal. Con el primero se dialoga y, si la solución tarda, entonces ricos y gobierno deben tener la «paciencia» de buscar soluciones, no de imponer sus criterios. Las órdenes judiciales contra el movimiento social, cuando la ley está sesgada, no se deben acatar. La policía es la última que debe actuar y jamás el ejército; antes, el gobierno tiene a la Secrataría de la Paz y a Copredeh para hacerlo y puede y debe apoyarse en la Procuraduría de los Derechos Humanos para lograr un efectivo diálogo.
El gobierno debe actuar con firmeza contra la violencia criminal y el crimen organizado, pero dentro del estado de derecho. Ahí sí, la policía tiene una función importante y se justifica que se aumenten sus recursos y capacidades, a la vez que es necesario que se le depure de quienes abusan de la autoridad. La violencia en Guatemala empezará a amainar cuando se enfrenten las causas socioeconómicas de la misma, se termine con la impunidad, se dé paso a la tolerancia al interior de la sociedad, renuncie el Estado mismo a sembrarla y se dé amplia participación a la población para enfrentar los problemas que aquejan al país. Urge pasar de Estado fallido a Estado eficaz y participativo.