Pueblo de Jocotenango en la Nueva Guatemala de la Asunción


Fachada de la Iglesia de Jocotenango en Sacatepéquez. Frente a él se sigue celebrando la Feria de la Asunción.

Juan Garvaldo

Jocotenango se compone de las palabras mexicanas «Jocotl-tenan-co», que quiere decir «Lugar de los jocotes». En el municipio de Sacatepéquez, en la plaza hay un monumento en conmemoración a esa fruta. Este artí­culo se enfocará, desde ahora, en la aldea de Jocotenango de la Nueva Guatemala de la Asunción, que hoy dí­a se ubica en la zona 2 de la ciudad capital, en los alrededores del Hipódromo del Norte.


Iglesia, ceiba y fuente colonial en el pueblo de Jocotenango en la Nueva Guatemala de la Asunción. Foto: Eduardo Muybridge, 1875.

Orí­genes indí­genas

Antes del traslado de la capital, Jocotenango era un pueblo indí­gena de albañiles y chichiguas (nodrizas). En tiempos de la conquista, este pueblo fue formado con dos familias de cada una de las poblaciones fundadas por los españoles. La parte poblada con indios k»iche»s y unos cuantos kaqchikeles, la llamaron Utateca; la otra, con indios Tlaxcalas y Cholutecas, de los que trajo para las conquistas de estas tierras don Pedro de Alvarado.

Previo al traslado, Jocotenango tuvo población de mil 500 habitantes, según se infiere por la construcción de su iglesia, que no pudo ser terminada a causa del terremoto de Santa Marta en 1773 y por la posterior traslación de la ciudad a este valle.

Al ser trasladada la ciudad al Llano de la Virgen, fundaron el pueblo de Jocotenango con la respectiva parroquia, la fiesta patronal y la feria.

Los indí­genas huí­an de sus cargas impuestas por el gobierno colonial, ya que eran buenos albañiles, por lo que se utilizaba su fuerza de trabajo para las construcciones de iglesias, acueductos, edificios públicos, casas particulares, etc.

Para entonces, el pueblo tení­a una modesta iglesia, cabildo y una extensa plaza, en donde el capitán general Antonio Mollinedo y Saravia mandó a sembrar una hermosa ceiba en 1778.

La fiesta de la Asunción se celebraba en la parroquia antigua del citado pueblo y dio origen a la feria que tuvo épocas de esplendor desde 1620. Es necesario consignar que los indí­genas del pueblecito celebraban aquí­ sus festividades puramente religiosas y los asistentes a la feria no se preocupaban de aquellas, sino de los negocios, de las diversiones y de los paseos.

El templo

El templo, el cabildo y la fuente redonda que antaño existió en la plaza, fueron construidas por contribución de los jocotecos. De la ladrillera de San Juan de Dios, se llevaron los principales materiales para las referidas obras; los indí­genas hací­an algunos trabajos en faenas todos los domingos.

El arzobispo Casaus y Torres bendijo la iglesia el 15 de agosto de 1813; el templo era bajo y de aspecto sencillo, pero bonito. Se alzaba el campanario en la entrada sur de un solar, y a los lados de éste gruesos muros contení­an enterramientos. Un altillo, junto a la iglesia, estaba destinado para vivienda del sacristán.

Para entrar al templo, se debí­a pasar por el pequeño cementerio de la aldea, con sepulturas humildes y arrevesados epitafios.

Imágenes

El altar mayor estaba al occidente; las imágenes no tení­an ningún valor artí­stico; allí­ se veí­an un «Dios Padre», hecho de cedro, y se infiere, por la calidad final, que su autor poco entendí­a de escultura. Fue traí­do de La Antigua Guatemala.

Además de la celebración de la fiesta dedicada a Nuestra Señora de La Asunción, también se celebraba la fiesta del Corpus; la altí­sima ceiba se veí­a convertida en esbelto altar agreste, lleno de frutas, flores, banderas, pájaros y adornos, que formaban vibrantes ondas.

En uno de los altares de la iglesia habí­a una bonita imagen de San Antonio, simpática, atractiva, y sobre todo de gratí­sima recordación.

Los martes, por la tarde, iban las patojas en edad de merecer a pedir al santo de Padua que les diera un buen novio, con el piadoso fin de entrar en el gremio de las señoras. Esa peregrinación se volvió de moda, un paseo vespertino, muy concurrido en los tiempos viejos.

Los patojos iban desde la Plaza de Armas corriendo en competencias, y ya frente a la Plazuela de la iglesia de San Sebastián, se sentaban a descansar en bancas de cal y canto que se ubicaban en la pared de la baranda del antiguo barrio Bataneco, para luego de unos minutos de cobrar nuevas fuerzas e inhalar suficiente aire proseguí­an su viaje para concluirlo frente a la iglesia del pueblo de Jocotenango.

Unos se lavaban la cara introduciendo la cabeza en el agua y otros tomaban entre sus menudas manos un sorbo del lí­quido vital para aplacar el calor producido por la carrera.

Anexión

Aquel caserí­o acabó, cuando en 1874, en la administración del general Justo Rufino Barrios, pasó a anexarse a la ciudad y formar parte de un barrio más de la metrópoli. Y por disposición del Reformador, fue destruida la iglesia y arrasado el camposanto. En seguida, se mandó construir un suntuoso hipódromo, en el cual hubo memorables carreras de caballos magní­ficos.

Los objetos religiosos pertenecientes a la iglesia del pueblo de Jocotenango fueron llevados a la parroquia de San Sebastián; en donde posteriormente se celebraron las fiestas de la Asunción y del Corpus.

Con el hipódromo, empezaron a construirse enseguida casas elegantes tipo chalet y se ubicaron allí­ muchos extranjeros; los indí­genas de Jocotenango terminaron de desaparecer.

En la antigua plaza del pueblo, se acondicionó un pequeño parque, el cual fue bautizado por el presidente Manuel Estrada Cabrera con sus apellidos.

Posteriormente, se le nombró como parque Morazán, el que tuvo por muchos años; en los últimos años, se le rebautizó, y hoy dí­a su nombre oficial es Plaza Jocotenango.

La fiesta de la Asunción se celebraba en la parroquia antigua del citado pueblo y dio origen a la feria que tuvo épocas de esplendor desde 1620.