Un doble discurso se da ante las próximas Olimpiadas, pero no es cuestión de que ahora las organice China, sino que a lo largo de la historia ha sido así.
En todas las ediciones, incluyendo las de Invierno, las Olimpiadas son muy disputadas. Baste recordar el pasado escrutinio realizado en Guatemala, en donde la ciudad rusa de Sochi ganó la candidatura.
Asimismo, envidias y razones políticas se encuentran involucradas, tal como fue la pasada designación de Londres como otra sede de Juegos de Verano, y que le valió un terrible atentado en sus calles.
Es pues, desde hace más de medio siglo, que las Olimpiadas representan también la oportunidad de demostrar poderío político y económico. Es conocida la rivalidad que hubo durante la Guerra Fría entre Estados Unidos y el bloque socialista, con los respectivos boicots.
Observar, hoy día, los problemas que tiene China para impulsar su evento deportivo como unos juegos para la paz, no significa que el mundo se esté volvienda en contra del Tigre Asiático, sino que se recuerda toda la serie de momentos en que la política internacional roza con el deporte.
Las Olimpiadas fueron creadas bajo el supuesto de llevar la paz y la armonía entre las naciones; que las batallas no se den violentamente entre la naciones en las guerras, sino que se midan deportivamente en los campos de juego.
Pero, detrás de cada Juegos Olímpicos, está el deseo de cada país en sobresalir, de demostrar su hegemonía política y económica; incluso, demostrar la eficacia de sistemas políticos. En medio de la crisis de China con Tíbet, se encuentran apoyos a favor de los monjes tibetanos y el Dalai Lama, así como posturas en contra por la potencialidad económica de China.
Estamos lejos, pues, de que el deporte olímpico pueda ser un verdadero evento de paz y armonía entre las naciones, principalmente porque la rivalidad entre naciones está siendo puesto a prueba; los atletas compiten por sus naciones y no por sí mismos, como atletas admirables que son.