Mario Gilberto González R.
«Pericula semet repeti possunt»
Los exámenes solo pueden ser repetidos una vez.
A la memoria de mis compañeros de estudio, Julio Eduardo Tejeda López y Rodolfo González Mazariegos, que como yo, éramos jóvenes soñadores.
Una vez terminada la última clase en el Instituto antigí¼eño, se iniciaba la preparación de los exámenes finales. Esa preparación debía superar el rigor de los estudios, que fue timbre de orgullo y distinción del glorioso instituto de los valores eternos.
Los estudiantes internos vestían informal y ocupaban las instalaciones del instituto: aulas, corredores, el patio de recreo y ejercicios físicos. Los estudiantes externos -en cambio- nos adueñábamos de las calles, de las ruinas, algún atrio como el de la Merced, las tres alamedas, -Santa Rosa, Santa Lucía y el Calvario, y vestíamos también informal.
San Bernardino de Siena -franciscano- propuso a los estudiantes, siete reglas para ayudarlos a ser «hombres de provecho.» En la Tercera Regla, recomienda que «la mente del estudiante requiere un vacío de silencio a su alrededor, para que pueda mantenerse tranquila y limpia.» Tal parece que esa regla fue creada ex profeso para los estudiantes antigí¼eños, porque la ciudad de Antigua Guatemala, ofrecía ese vacío de silencio y daba la tranquilidad y la limpieza necesaria.
Toda la ciudad era tranquila. A media mañana, era fácil escuchar el golpe del martillo sobre el yunque a varias cuadras de distancia. Por sus calles, transitaba uno que otro peatón y también, uno que otro vehículo. Las ruinas ofrecían sus encantos, sus naves y sus sacristías vacías. Los conventos y monasterios, sus librerías sin anaqueles ni libros, corredores y patios ornamentados por una fuente sin el chasquido del agua y en sus muros enraizada la buganvilia en explosión de fuego. Las alamedas daban una sombra maravillosa con una alfombra de hojas caídas que crujían al pisarlas. Todo era propicio para ofrecer ese vacío de silencio, tan necesario para concentrarse en el estudio, para la repetición a viva voz y sobre todo, para la meditación.
Antigua toda se tornaba en una inmensa sala de estudio. Cada quien aplicaba su método. Individual o en grupos. En silencio o a viva voz. En lo individual, se buscaba el mejor sitio. Los corredores de los claustros de conventos y monasterios. Una vieja sacristía, la amplia sala de una librería, un recodo acogedor, las escalinatas de un derruido caracol, lo alto de un viejo campanario o las largas, tranquilas y silenciosas calles.
El grupo se formaba por tres estudiantes. El del centro leía el libro o los apuntes de clase y los que iban a los lados, escuchaban. Se hacían preguntas entre sí y a intervalos se turnaban en la lectura. Esos grupos era frecuente verlos ir y volver a lo largo de las frondosas alamedas. Las de Santa Rosa y el Calvario ofrecían. además, sus bancos de calicanto.
Lo alejado del mundanal ruido y estar escondida entre cafetos y gravileas, hacía que las ruinas de la Santa Cruz, fueran un sitio ideal para la concentración del estudio y hacer suya, las tres fases de la columna vertebral de la memoria: Registrar, Retener y Recordar, no sólo para los exámenes finales sino para toda la vida. Los pajaritos ponían la música y las mariposas el color.
El gran sabio Leonardo Da Vinci dijo a los jóvenes: «Adquiere en tu juventud, los mayores conocimientos, si quieres restaurar los daños de tu vejez…y si ésta ha de tener como alimento la sabiduría, nutre tu juventud, con las mejores cosas.»
En ese ambiente propicio para el estudio, el estudiante invalista estaba en capacidad de aplicar la regla del EPL2R Estudia, pregunta, lee, repite y recordarás.
Entre sus encantos, la ciudad de Antigua Guatemala ofrece en todas sus calles hacia el sur, la imponente y serena mole de su volcán de Agua, como una invitación permanente de ascensión. Esa invitación es para que los jóvenes sepan que el tiempo no es de ellos y por lo tanto lo tienen que aprovechar. Se asciende en la medida que se afianza el estudio y los sueños. Los proyectos y las aspiraciones, se logran o no, según el interés y el esfuerzo que se haga o se malogran si domina la negligencia.
Para cualquier vecino, el volcán de Agua pasa inadvertido, por costumbre de verlo cada día, pero para un estudiante, del glorioso instituto de los valores eternos, que lucha por superarse y son tantas las aspiraciones que lo impulsan a poseer una sólida formación académica, el volcán de Agua es un símbolo.
Cuando se va por una de esas calles con el libro de texto o los apuntes de clases, la mirada al frente del estudiante, se eleva hasta confundirse con el azul del cielo y al contemplar imponente el cono del volcán de Agua, con emoción, suelta esta invocación:
«Señor, yo quiero ser como ese monte,
que yergue su granítica firmeza
en alta inspiración al infinito.
Rompe mi laxitud y cobardía
y hazme rico y tenaz. Y deja erguirme
frente al pavor de las tormentas borrascosas
y el hosco vendaval, como esa mole
rotunda voluntad petrificada
en un impulso de ascensión.»