Mariano Cantoral
Recién ingresé al supermercado, pero vine a pasear, no a comprar, que sería la explicación más sesuda en mi condición de ser humano, raro no, pero es cierto, puedo observar muchas impulsadoras afanosas de conseguir un cliente por cada bocadillo que brindan a quienes reflejen en su rostro ser de los compradores fáciles, no las culpo, sé que esas son las ordenes, y también sé que ese, ese es su trabajo.
Los productos patentados, sobre ellos, yace la misma marca registrada hace mucho tiempo, pero esta vez, o más bien, este mes, lucen abigarradas con los distintos matices del rojo y verde, Santa Closes bien felices; infaltables son los venados y la nieve, la misma que aquí sólo es posible con el favor de algunas máquinas especializadas en el arte de lanzar retazos de duroport a los cuatro puntos cardinales.
De pronto me dan ganas de comprar un helado, coincidentemente el que compro, por un precio bastante módico, muestra sobre él, motivos navideños, detalle en el cual no había reparado hasta que decidí liberarlo del empaque, es de puro hielo y es un muy buen paliativo para este raro calor del otrora frío diciembre.
Ahí, justo a la par del azúcar y el café, están medianamente enhiestos, dos arbolitos de plástico verde tornándose rojo ¿o será la luz, la refracción u otra broma de la luminiscencia? quién sabe, quizá sean de los que no se lograron vender el año pasado porque la gente aquí no está acostumbrada a la fibra óptica de sus remates, unas bombas plásticas abolladas, y varios paquetes de ornamentos dispuestos para, precisamente, decorar arbolitos navideños.
Varias señoras, en bandada, se acercan a la cámara fría donde aguardan las uvas y las manzanas, más rojas que el resto del año, una de las bolsas está abierta, mejor dicho, rasgada, a alguien, seguramente, se le antojó, y cometió el delito de supermercado que era más frecuente antes que ahora (lo digo por el panóptico que significan las cámaras de seguridad), dicho delito, aplicándolo a este caso concreto, consiste en hurtar unas cuantas de las frutas, pero seguramente hoy nadie se quejó, a nadie lo llevaron al cuartito oscuro, quizá porque en estos días la gente está muy feliz o siente una extraña felicidad, que no es lo mismo, una especie de paz, sopesada desde luego con el ponche de frutas, cada quien confecciona su paz según como la conceptualiza y la siente como mejor le plazca.
Faltan seis días para nochebuena, los tamales están encargados, el vino en la nevera, y los supermercados, verbigracia este donde estoy, a manera de sinécdoque, lo hallé como todas sus demás infraestructuras análogas en cualquier país y espacio, es decir, centros comerciales a granel, vitrinas refulgentes y juguetes a control remoto. Este es muy humilde, pues las etiquetas de precios no son impresiones sino manuscritos, además el único villancico es el de esa bonita tarjeta de Merry Christmas, que suena al abrirla, y está en esa pequeña repisa.
Claro, esto que relato es sólo un lado de la moneda que es diciembre (casi literal), el lado donde todo parece contener cacao de chocolate y liliputienses pedazos de luz; hay otro lado, donde están los otros, sin cajas ni moñas, la pólvora que gozamos algunos de ellos la adosaron a esa pieza de plástico, que regateamos con el señor de la esquina.
Sí, ellos, quienes tendrán que conformarse con soportar el frío de la noche, el humo y lo estentóreo de los cuetes, la pólvora luminosa donde se queman muchos sueños planificados con las doce uvas de las cero horas de cada año nuevo. Abrasémonos pues, aunque sea por Facebook. ¡FELIZ NAVIDAD, PARA TODOS!