No eran como los de ahora, al menos los que recuerda. Sus hojas eran grandes, gigantes en ese entonces y todo era blanco y negro. Cada tarde junto con su papá llegaban cerca de donde vendían los brichos y el aserrín de Navidad, justo ahí, bajo ese puente, una mujer bajita, regordeta y cholca les despachaba dos o tres periódicos mucho antes de que las luces de los focos de la calle se encendieran.
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Esperaba con ansias a que su papá terminara de pasar las hojas y luego ella, con sus diminutas manos, lo sujetaba sentada en el mismo sillón que su progenitor y fingía leer lo que estaba escrito. Al día siguiente recortaba los anuncios: una televisión, una refrigeradora, todo lo que sirviera para sus muñecas de papel que compraba en la librería a unas cuadras.
Solía jugar con un machacador de chiles primero y luego con un micrófono que le regalaron en Navidad, a entrevistar a todos en la casa, escribía con su retorcida letra de carta las preguntas y luego, tras pasarse el pelo detrás de las orejas empezaba el interrogatorio. Más adelante tuvo una grabadora y aprendió a poner récord para guardar todo aquello que respondían.
Su papá le dijo un día que seguramente iba a ser periodista, pensando en halagarla, pero ella corrió a su cuarto a llorar amargamente sobre la almohada y es que para ella los periodistas eran los que vendían los “perióricosâ€, sí, escrito así, bajo aquel puente.
Cuando le explicaron que hacía un periodista decidió que sí, que iba a trabajar en eso. Le regalaron una máquina de escribir, de aquellas de tinta a dos colores y empezó a anotar todo lo que consideraba importante.
Para una Semana Santa vio en carne y hueso a aquel señor del periódico de deportes, corrió hacia él y le dijo: cuando sea grande yo también voy a ser periodista. í‰l con una sonrisa y tono amable le dijo y vas a trabajar conmigo en El Gráfico. Fue la única vez que lo vio, mucho después de que lo mataran llegó estando ya en la universidad a ese periódico tal y como lo había dicho Jorge Carpio.
Las letras eran parte de sus sueños, y la máquina se convirtió en su juguete favorito. La Revista Crónica, Prensa Libre y La Hora fueron sus escuelas.
Con el tiempo comprendió lo absurdo de su llanto en la niñez, ser voceador es también ser un poco periodista y ahora lo valora. Para muchos es una profesión bella y horrenda como el poema de Otto René Castillo al hablar de Guatemala. Para ella es como lo describe García Márquez, el mejor oficio del mundo.
No imagino trabajar en algo distinto y no hay nada que me guste más que leer los periódicos cada mañana, aun estando lejos.