Arturo Arias
Posiblemente el mejor lugar para explorar el complejo fenómeno que forma parte de un conjunto de procesos mucho más amplios que trascienden lo centroamericano, sea en la producción narrativa de Sergio Ramírez. Al ganar el premio Alfaguara en 1998 con «Margarita, está linda la mar», Ramírez se convirtió en el novelista centroamericano mejor conocido en el mundo de hispanohablante.
Una lectura de «Margarita, está linda la mar» evidencia los cambios entre ambos períodos. Si bien «Margarita…» recupera eventos históricos como parte de su narratividad, cubriendo un abanico temporal de 1907, fecha de la vuelta de Rubén Darío de Francia, hasta 1956, cuando el poeta Rigoberto López Pérez asesinó al dictador Anastasio Somoza García, la política ha quedado reducida a un mero elemento de la trama. En contraste, «Â¿Te Dio Miedo la Sangre?» (1977) cubría un similar abanico histórico-desde 1930, cuando el coronel Catalino López fue emboscado en un cine por una columna del general Pedrón Altamirano, combatiente de Sandino, hasta 1961, cuando Bolívar lleva de vuelta a Nicaragua el cuerpo de su padre, el Indio Larios.
Sin embargo, en la novela pre-revolucionaria, el accionar político transgresivo es el que provee el moméntum narrativo. De éste surgía una hegemonía ideológica que interpelaba a los personajes y los transformaba en sujetos identificados con la formación discursiva nombrada por el novelista. El sujeto le confería así autoridad al imaginario nacional constituido por el vínculo con la lucha sandinista, que rompía el proyecto hegemónico somocista.
En el primer texto, las continuas rupturas temporales, y los cambios de voces narrativas alterando no sólo la cronología narrativa en relación a la histórica, sino el punto de vista que queda colectivizado en un colectivo emblemático de la población subalternizada, codificaban la necesidad de una ruptura política. La barrera impuesta a la lectura cronológica por medio de la fragmentación invitaba metonímicamente a fragmentar la cronología política somocista. Los rasgos de la estructura subvertían la normatividad hegemónica somocista, descomponiendo la discursividad monológica y la naturalización de una temporalidad en la cual imperara la autoridad somocista como único marco referencial. El coro de múltiples voces narrativas ubicado en diferentes tiempos y espacios articulaban una dialogicidad que, a su vez, eran eco metonímico de la pluralidad democrática a la cual nos invitaba la lectura del texto.
A diferencia de la estructura anterior, «Margarita?» nos ofrece una estructura temporal linear cronológica, típica del sub-género detectivesco, como mecanismo primario para marcar la temporalidad. Por ello, el orden normativo no es alterado. Dentro de estos parámetros ya de por sí problemáticos, al ser más intrusivas las voces de los narradores, que aquí no son articulados como colectivizados, como una polifonía de voces heteroglósicas, sino como escasos miembros de un pequeño grupo de conspiradores, se marca más aun la distancia existente entre la historia, sea esta oficial o contra-historia, y la narración propiamente dicha. La perspectiva se reduce al gesto conspirativo, borrando la epopeya de la «gran historia.» En esta lógica, los eventos de principios del siglo veinte asociados a la vida de Darío no parecen constituir parte de la misma historia, sino aparecen como entretenimientos en grado cero de las voces protagónicas.
Lo anterior crea un horizonte espacial plano que anula la separación de casi 50 años entre los episodios de la trama. Ese discurso espacializado que amalgama ambas narrativas le hace sombra a los detalles específicos del asesinato, y niega todo efecto político/transgresivo del mismo. La gesta se transforma en mero elemento anecdótico para hacer avanzar la trama, manteniendo un alto nivel de suspenso, pero sin problematizar sus implicaciones ni transgredir la normatividad contemporánea postnacional. Agarrándose de su colorido reparto de personajes, el texto mitifica no sólo el pasado dariano sino también el pasado somocista. Ambos sirven tan solo para reciclar la memoria cultural en torno a los orígenes de la nicaragí¼eñidad como identidad translocal que no sólo la desterritorializa, sino también la deshistorifica, paradójicamente en una novela histórica. Es como si los conspiradores, confrontando una fractura identitaria, sólo pudieran regenerarla por medio de la memoria cultural. Pese a que la subjetividad de los personajes, y el período histórico en el cual maniobran, no difiere mucho del de los personajes de ¿Te dio miedo la sangre?, en Margarita, está linda la mar su propia acción no los lleva a pensar en alternativas políticas para la reconstitución de la nación. La reemergencia de las memorias culturales enterradas bajo la memoria histórica de la dictadura y el imaginario social que conlleva el presente temporal de la narrativa como experiencia cotidiana, estimulan los residuos lúdicos y libidinales no satisfechos por el anterior imaginario social. Sin embargo, esos mismos aspectos distancian al lector del evento político que requeriría de una imaginación radical enraizada en un imaginario utopista para motivar la entrega de los conspiradores. En Margarita, está linda la mar, estos actúan más bien como veteranos de guerra contando pícaras anécdotas libidinales como si ya hubiera pasado el auge del conflicto, y no como si estuvieran a punto de actuar, y de sacrificar sus vidas, por una causa. Ese desfase evidencia la sutura entre las motivaciones contrarias tras el proceso escritural: por un lado, problematizar los pliegues políticos de la historia local; por el otro, entretener a lectores ubicados en una perspectiva postnacional en la cual la idea de transgresión o de territorialidad existe sólo como mecanismo de consumo lúdico arbitrado por el flujo global. A lectores globalizados de otras latitudes, el texto les ofrece sabores exóticos minimalistas para su moderado consumo.
Lo que es más, «Margarita?» no codifica ninguna experiencia de pérdida, ningún luto por la experiencia colectiva transformativa perdida. El impacto del evento traumático no parece bloquear la operación simbólica del lenguaje ni éste encontrar Resistencia en la inhabilidad inconsciente para comunicar directamente los eventos de pérdida. En un autor que fue sujeto activo del proceso revolucionario, y personaje central del gobierno revolucionario, esperaríamos alguna muestra de lo anterior. El escape al modelo del thriller postnacional podría entonces manifestar la necesidad de esconder o codificar cualquier manifestación traumática. El gesto formal impide, sin embargo, un luto exitoso y sano como modelo de asimilación o de integración de la memoria o de la pérdida en la conciencia, una introyección, mientras que el marco formal de «Margarita?» evidencia un luto fallido e insano marcado por el fracaso para integrar la memoria de la pérdida en la conciencia. Central en esta idea es que la integración de la gesta política, en este caso el asesinato del primer Somoza, no posibilita un cierre dialógico, sino que remite al lector a una represión política atemporal. ¿Podríamos deducir de esta observación que la posguerra centroamericana representa un luto fallido por la inhabilidad de su producción literaria por reconocer sus pérdidas y articular las ceremonias de los adioses?
A manera de contrapunto, «Mil y Una Muertes» (2004) tiene elementos multi-locales que empujan imaginariamente la representatividad hacia una topografía más amplia, y a sus personajes hacia una subjetividad post-nacional. Conforme Castellón, el personaje principal, se mueve por Francia, Mallorca o Polonia, las funciones heterotópicas son reconocibles, pero no se limitan al espacio cronotópico primordialista de la Nicaragua somocista/sandinista. Sin embargo, reinscribe el espacio de lo afectivo fuera de las asociaciones que, durante las décadas1960-1990 marcadas por las guerras civiles, habían fijado la relación entre identidad, cultura y nacionalidad. En este otro texto tenemos también la reapropiación simbólica de Darío como mecanismo para lanzar la ilusión de una modernidad cosmopolita emblematizada por Castellón, sujeto doblemente mestizo por ser hijo de criollo y de negra miskita. Esto le permite al texto constituir otra modernidad imaginaria en la cual un nicaragí¼ense con lealtades transnacionales, el padre de Castellón, juega el papel de artífice de la llegada al poder de Louis Bonaparte en el mismo momento en que la invasión de William Walker disuelve su estado, representación simbólica de la desaparición del imaginario nacional en el momento mismo en que emergen subjetividades postnacionales.
«Mil y Una Muerte»s, mezcla las atribuciones revolucionarias que enmarcan la función de autor del signatario de las mismas, con la eliminación de los aspectos contradictorios o conflictivos que emanan de esa misma función, para adecuar la textualidad a las nuevas cartografías postnacionales delineadas por las corporaciones editoriales globalizadas. Sin embargo, ¿no representa esto una especie de traición injusta? El letrado reemerge como sobreviviente, una variante postmoderna del Ishmael de «Moby Dick», como el único sobreviviente del naufragio, y se vanagloria de su habilidad para sobrevivir y para continuar viajando por el viejo continente como si nada. Esta infidelidad con la población por la cual se luchó, y la cual murió en la guerra, ¿refleja acaso una interiorización dentro del letrado de la imagen o el ideal del otro que esta muerto y que continua existiendo sólo por medio suyo? O bien es una señal de la imposibilidad del luto, que, otorgándole a la población martirizada su alteridad, respeta su distanciamiento infinito, rechazando o bien sintiéndose incapaz de absorberlo dentro de sí, como gesto narcisista? Si el otro y el compromiso del letrado revolucionario con este otro es el eje de esta cuestión, entonces podríamos convertir la problemática de la novela centroamericana de posguerra en una discusión sobre la ética de encontrarse con, y representar, la otredad.
Me parece que existen dos respuestas a estas interrogantes. Por un lado, la novela de posguerra, emblematizada por un letrado/protagonista de la guerra, representa el establecimiento de una ruptura cuasi arquitectónica que separa la ausencia y la muerte del flujo histórico-estético (Darío, López Pérez, Castellón). La nueva forma textual se convierte en una visualización literal de esta transformación. Al insistir en la superficialidad, estos textos se transforman en emblemáticos de las «malas muertes.» Darío, el círculo de López Pérez, Castellón y su familia, tienen que lidiar con la muerte de sus seres queridos a la vez que están privados de sus cuerpos. Incluso, en «Margarita?», el cerebro de Darío, donde reside la literariedad, el lenguaje y sus articulaciones, es separado del cuerpo. El cuerpo ausente deslinda pero impide la resolución entre hacer luto, enterrar, o ver por última vez los restos físicos del/la difunto/a. Los únicos fragmentos restantes de la existencia de la persona son las historias y las memorias codificadas en la discursividad literaria o visual (poemas, fotografías) que el doliente es capaz de recordar. Sólo por esta vía es el artista (poeta, fotógrafo) capaz de fusionarse con el cuerpo social.
Pero, por el otro lado, el luto fracasado en las novelas de posguerra de Ramírez es también una señal de la imposibilidad de traducir la memoria colectiva subalterna en una forma coherente y reconocible. En este caso, la decisión escritural de Ramírez de no caer en una melancólica representación de lo perdido indicaría un rechazo ético en asimilar la mortandad en una lógica coherente, historificada, linear. Pero, a su vez, las contradicciones que emergen en este proceso, las cuales son sobretodo visibles en otra novela no tratada en este artículo por razones de espacio, «Sombras nada más» (2002), evidenciaría la dificultad de articular este último posicionamiento sin reconocer la legitimidad de los movimientos sociales vividos. Al fin y al cabo, «Mil y Una Muertes» expone la historia colonial que ha despreciado, obliterado, asimilado o integrado la otredad, a continuar una trayectoria marginalizada dentro de una historia eurocéntrica linear, cohesiva y totalizadora.
Gracias a estos textos nos enteramos de que el triunfo final del guerrillero sandinista es virtual. Se materializa sólo en el imaginario textual. Es una nueva manera de vivir imaginariamente la nación desde un espacio afectivo libre de patriotismo y de nacionalidad, un no-espacio ubicuo donde el escritor postnacional reterritorializa su presente sin nativismos, pero con tropos territoriales de una comunidad fantasma cuya sustancia es la memoria y cuya materia es la riqueza del lenguaje. Es también la única manera que le queda al letrado para ubicarse dentro de una formación espacial translocal que acoja su auto-representación, expresando así no sólo su deseo sino sobretodo su necesidad de fabricarse una nueva identidad como mecanismo de revalidación y de coherencia cultural.