Arturo Arias
Podemos ver la literatura centroamericana de posguerra hasta cierto punto, como un fenómeno de ruptura con la producción literaria del período anterior, por desconocer su inhabilidad para representar las experiencias vividas por buena parte de los sujetos centroamericanos en las décadas anteriores, lo cual constituye un gesto vital para los encuentros éticos con la otredad. De allí que mucha de la producción de los noventas caiga en un narcisismo reductivo, ocupando espacios ambiguos debido a su inhabilidad para traducir las experiencias de la colectividad no letrada. Otras voces narrativas rara vez emergen en sus prácticas discursivas transcendiendo el monológico «yo» narrativo del narrador/autor.
En sus primeros escritos sobre la diferencia entre el luto y la melancolía, Freud describió el luto «normal» como un proceso que implicaba un alejamiento gradual de los acercamientos libidinales de un objeto perdido. Incluía la evocación de todas las memorias en las cuales la libido aparecía pegado al objeto. Una vez el afectado se daba cuenta de que el objeto ya no existía, el luto llegaba a un fin espontáneo, al separarse lentamente el libido del objeto perdido y reajustarse a un nuevo objeto. La melancolía se diferencia del luto en que la libido libre no era desplazada hacia otro objeto. Era retirado al ego de manera de que una pérdida de un objeto se transformara en una pérdida del ego (Freud 155). Para Freud, el luto normal en contraste con la melancolía implicaba olvidar gradualmente al objeto perdido. La palabra clave aquí es «gradual.» El tipo de luto que Freud discute va más allá del mero olvido o la erradicación completa. Para que el sobreviviente pueda continuar viviendo, el ego del mismo tiene que aprender a declarar muerto el objeto perdido, de manera que los conflictos de ambivalencia puedan permitir que se afloje la fijación de la libido en el mismo. Este gesto fortifica el ego y permite la sobrevivencia del «Yo.» Pero, para muchos de los sujetos representados en la novelística centroamericana de posguerra, los cuerpos «desaparecidos» no han permitido que el proceso de luto pueda comenzar, y en su rechazo melancólico a desaparecer, los sobrevivientes, en este caso, los sujetos narrados, cuando no los narratarios, intentan desesperadamente hacerlos desaparecer una segunda vez, negándoles su lugar en la historia, en la memoria pública y, en la memorialización por medio del luto.
El trauma tiene una gran variedad de efectos. Respuestas latentes, alucinaciones intrusivas repetitivas, sueños, patrones de comportamiento que se desvían de la rutina normal que emanaría «lógicamente» del evento. El trauma emerge cuando un evento está tan fuera del dominio o esfera de la experiencia normal que no puede asimilarse de manera rutinaria en la conciencia del sujeto en el momento de su ocurrencia. En vez de ello, el evento es experimentado tardíamente. Pero hasta no llegar a experimentarlo, el sujeto continuará sufriendo los efectos del trauma. ¿Podríamos argumentar que éste sería el estado o condicionamiento sintomático de la novela centroamericana de posguerra durante la década de los noventas?
Lo anterior representaría una alternativa explicativa a lo que Beatriz Cortez ha llamado «la estética del cinismo,»que ella define como «una estética marcada por la pérdida de la fe en los valores morales y en los proyectos sociales de carácter utópico» (2). Mauricio Aguilar Ciciliano retoma este posicionamiento de Cortez, pero definiéndolo como «una propuesta de ficción narrativa donde los personajes, vacíos de todo contenido ideológico y social, desprecian el sistema de normas y creencias limitándose a desbordar sus pasiones donde encuentran alguna manera de sobrevivir; Se reafirman en la intimidad, el erotismo, la violencia y la fuga topográfica para salvarse de la nada» (s.p.)
En la lógica del trauma previamente señalada, dentro de la cual encajaría las explicaciones de Cortez y Aguilar Ciciliano, podemos verificar que, más allá de Ramírez y de otros autores que abarcaron ambos períodos históricos, muchos de los textos de los noventas han adoptado patrones de la novela negra. Esto los diferencia marcadamente del período guerrillerista, en el cual casi no existió la novela negra como tal en Centroamérica. Dentro de este patrón podríamos incluir, entre otras, Que me maten si… (1996) de Rodrigo Rey Rosa, La diabla en el espejo (2000) y El arma en el hombre (2001) de Horacio Castellanos Moya, así como Caballeriza (2006) de Rey Rosa, entre otras, además de la última novela publicada del propio Ramírez, El cielo llora por mí (2009), que versa sobre dos policías de la división antinarcóticos.
Estos textos ofrecen un tipo muy diferente de representación y, por extensión, de procesamiento del trauma, ya que el lenguaje articulador del duelo se diluye, difuminando la temporalidad melancólica de las pérdidas traumáticas para aquellos afectados por la violencia en Centroamérica Ante la incapacidad de recrear la experiencia traumática, muchas de estas novelas trabajan en los espacios liminales del género detectivesco para intentar no solo describir el ambiente de posguerra, sino nombrar también ciertas formas de pérdidas que no se pueden cuantificar: el cuerpo ausente, el cuerpo desaparecido. Además, se sirven de los instrumentos del género para la construcción cerebral de las hipótesis lógicas que los policías hacen acerca de los hechos. Esto posibilita establecer de una manera solapada una política de la memoria que parece redimir a los muertos, o a quienes creyeron en las utopías revolucionarias, de su anonimato. Este es el caso de los policías de la división antinarcóticos que provienen de las viejas filas de la guerrilla nicaragí¼ense en El cielo llora por mí, o bien de la violencia desatada en Caballeriza de Rey Rosa, seguida del proceso investigativo de la misma. Podríamos agregar Insensatez (2004) de Horacio Castellanos Moya, o El material humano (2009) de Rey Rosa. En Insensatez, el narrador acepta revisar la versión final de un informe de derechos humanos sobre el genocidio sufrido por los indígenas guatemaltecos. El proceso narrativo, centrado en torno a la creciente paranoia del protagonista y su afán por descubrir si en efecto los implicados por el documento andan tras él o no, lo transforma en corrector de estilo en testimoniante virtual. De manera un tanto similar, en El material humano un escritor intenta explicarse la violencia de Guatemala a través del Archivo policial guatemalteco, redescubierto en 2005. El texto es el diario del escritor cuando asiste al Gabinete de Identificación, para tratar de armar una eventual historia, que incluso narrada como el fracaso narrativo del autor por crear una novela sobre ese tema, posibilita que el autor se vaya transformando en víctima (su madre fue secuestrada por una organización guerrillera) y que pase a ocupar un sito al lado del resto de víctimas representadas en el Archivo. Poco a poco nos hunde en el mundo subterráneo del perseguido, sea cualquiera el motivo: el secuestro, la llamada anónima nocturna, el sobresalto de encontrarnos perseguidos, la paranoia de ser guatemaltecos. El personaje principal, quien asume el «yo» de Rey Rosa, se presenta como alguien que va de un lado al otro del océano Atlántico, pero regresa siempre al país y visita el Archivo con sus libretas de notas para realizar el recuento de la infamia. Descubre, y le descubre al lector, que en Guatemala se fichaba y encarcelaba a la población por razones tan inverosímiles como la desobediencia, la vagancia, por bailar tango en la cervecería «El Gaucho», por jugar pelota en la vía pública, por ser un esquinero reincidente, por frecuentar prostíbulos, por padecer alguna enfermedad venérea, por complicidad en el robo de alguna bicicleta, por peleas, por practicar la brujería, por portar una honda de hule, por abofetear a su madre. La investigación del personaje evidencia una larga serie de increíbles fichas de delitos políticos, que confluyen hacia el horrendo lugar común de la desaparición forzada ante acciones de desestabilización o posicionamientos ideológicos. El autor descubre en este proceso la vida de Benedicto Tun, un personaje de origen indígena quien desde los años treinta se dedicó a catalogar los hechos y aberraciones de la policía, dedicado con esmero a un oficio que él mismo inventó, y cuyo cargo ocupó tanto con gobiernos de derecha como de izquierda. A medida que la obra transcurre, Tun representa el misterio de la búsqueda del sentido de los datos representados en las fichas. Asimismo, su existencia, y las entrevistas con su hijo con el afán de descubrir los secretos de su personalidad son el hilo conductor de la acción narrativa externa al narrador.
Un fragmento de Insensatez basta para ejemplificar la problemática de los noventas:
…yo también grité una y otra vez a todo pulmón: ¡Todos sabemos quiénes son los asesinos!, un grito que me encendía y que pasaba desapercibido en el desparpajo del llamado «Carnaval», un grito del que no me abstuve ni dentro del tranvía repleto de juerguistas…. Y en efecto, en mi buzón había un mensaje del compadre Toto, el cual procedía abrir con mi mejor entusiasmo, y que no era una carta sino una especie de telegrama que decía: «Ayer a mediodía monseñor presentó el informe en la catedral con bombo y platillo; en la noche lo asesinaron en la casa parroquial, le destruyeron la cabeza con un ladrillo. Todo el mundo está cagado. Da gracias que te fuiste.» (155)
Como podemos ver, sea en los textos de Castellanos Moya, en los de Rey Rosa, así como en muchos otros, el clima de violencia continúa permeándolo todo. Sin embargo, ya no es una violencia política frontal con una lógica racional que posibilita al lector explicarse quién está contra quién. Ahora es una violencia anímica, irracional, cuyo sinsentido lo permea todo y a todos, y cuya presencia indirecta y silenciosa explora las pérdidas, el trauma y los mecanismos que articulan la presencia%u2014o ausencia%u2014del luto, mientras mantienen a su vez una conciencia articulada discursivamente de la inhabilidad de los signos para representar la violencia política recién pasada y sus efectos.