¿Por qué necesitamos a Fukuyama?


Esta semana el famoso politólogo estadounidense Francis Fukuyama visitó el paí­s, en donde ofreció una magistral conferencia sobre por qué no imponer precios tope en los productos de la canasta básica.

Mario Cordero
mcordero@lahora.com.gt

En primer lugar, me parece un desperdicio que una persona del peso de Fukuyama tenga que venir a Guatemala sólo para decir que no haya precios tope. La medida de la imposición de lí­mites a los productos me parece una solución a corto plazo, lo cual no necesariamente quiere decir inadecuada. Si una polí­tica de precios tope no viene acompañada a una estrategia a largo plazo, entonces se cae en el populismo.

Por ejemplo, el subsidio al transporte para que éste se mantenga en una cuota fija, ha sido infructuoso hoy dí­a, en que ya se acabó el compás de espera para esta medida cortoplacista, y que hoy dí­a el pasaje podrí­a explotar de un momento a otro aumentando en un 400% su valor. Si desde la introducción del subsidio se hubiera trabajado en una medida a largo plazo, pues hoy no se tendrí­a este problema.

Digo, pues, que los precios tope no parecen una medida mala, si es que van acompañados de proyectos a largo plazo. Dependemos demasiado del mercado internacional, de los precios del trigo, del maí­z, del petróleo, de la manteca, etc., que si no nos proponemos el autoabastecernos, entonces nuestra economí­a siempre irá de colapso en colapso.

Pero, por otro lado, me parece absurdo y paradójico el hecho de que Fukuyama tenga que venir a Guatemala a proponer a los ministros de Estado, que, por favor, no se impongan precios tope.

Antes de la caí­da del comunismo ruso, no se conocí­a mucho de Fukuyama. Fue con este hito, que este politólogo se apresuró en declarar vencedor al capitalismo como sistema perfecto; y, mientras bailaba de gozo sobre las ruinas del Muro de Berlí­n, escribí­a que se habí­a llegado al «fin de la historia», pues el neoliberalismo económico habí­a triunfado rotundamente, y por ello, la sociedad humana ya no tení­a más evolución que continuar bajo este régimen, por los siglos de los siglos. Y mientras Washington y el Vaticano decí­an «amén» a esta propuesta, Fukuyama se encumbró, posicionándose como el ideólogo del neoconservadurismo posmoderno.

Fukuyama proponí­a, por ejemplo, el fin de las ideologí­as, pues, ni modo, para qué tener ideales, si se tení­a en la bolsa dinero para ser un buen consumidor. Este politólogo, junto a un precioso grupo de amigos, firmó un documento, en el cual proponí­an al gobierno de Bill Clinton la necesidad de una segunda guerra a Irak, la cual tendrí­a eco, como se sabe, hasta el gobierno de George W. Bush. Este grupo de joyas finas estuvo formado, además de Fukuyama, por Dick Cheeney, Ronald Rumsfeld, Lewis «Scooter» Libby, Wolfowitz, John Bolton, firmas que han conformado parte esencial del actual gobierno estadounidense; muchos de ellos, por cierto, han tenido que salir por la puerta trasera debido a escándalos morales o por fracasos polí­ticos muy marcados.

Fukuyama, es cierto, se distanció de este grupo, mas no de sus creencias de economí­as de libre mercado, y Estados moralmente fuertes, pero económicamente temerosos.

Contradictoriamente, Fukuyama ha impulsado la idea de crear Estados fuertes, pero es capaz de venir a un paí­s tercermundista como Guatemala a decirle al gobierno que no sea tan fuerte, y que si los empresarios quieren aumentar a la leche en un 100% a su valor, que ni siquiera volteen a verlos con malos ojos, y, en cambio, se queden chiflando en la loma, mientras observan una valla publicitaria que comenta que «el huevo es rico», pero no se dice cuánto duele cuando, de un mes para el otro, se haya decidido introducirlo (al mercado por supuesto) con un 33% de aumento (en el precio, por supuesto).

Tras el fracaso militar estadounidense en Irak, el colapso del dólar y del mercado mundial, se nota que Fukuyama no tiene mucho qué hacer y dispone del tiempo para viajar a paí­ses subdesarrollados como el nuestro, para decir que no se le impongan topes a los monopolios, que, al fin de cuentas, son los que realmente le han hecho daño al paí­s. No sé por qué necesitamos, e incluso celebramos, que vengan intelectualoides como Fukuyama.