Por el dogma celibatario


«Mi esperanza es que ayudará a un proceso de arrepentimiento, sanación y renovación.»

Benedicto XVI

Durante los veinte siglos que lleva de organización, la Iglesia Católica ha creado tal maquinaria ideológica en contra del placer sexual y de la sexualidad, que hoy se enfrenta a una de sus peores crisis en donde los protagonistas son sus ministros y propagadores de la fe: varias denuncias se han presentado contra sacerdotes que, con la intención de mitigar lo que Agustí­n llamó «un mal que procede del pecado y empuja al pecado» -es decir, el sexo-, han violado a decenas de niños y niñas, han cometido actos de pedofilia. Aprovechándose de la idea de la infalibilidad del sacerdocio y del poder que confiere portar el alba, estos curas han tratado de satisfacer, a través de un delito, lo que sus leyes y superiores les niegan.

Ricardo Ernesto Marroquí­n
ricardomarroquin@gmail.com

La Iglesia nuevamente es ví­ctima de sus propios dogmas y, pese a lo grave del asunto, no se vislumbra ninguna intención de realizar una reforma profunda al Magisterio de la Iglesia que permita a sus ministros y feligreses practicar una vida religiosa acorde con la naturaleza humana.

No cabe duda que los niños y las niñas que han sufrido abusos y violaciones sexuales por parte de los curas, son las principales ví­ctimas del Canon de la Iglesia Católica, que insiste en negar la necesidad de satisfacer los deseos sexuales de las personas, y que impone un absurdo voto de castidad a los hombres y las mujeres que probablemente están convencidos de llevar una vida religiosa. Para los niños y las niñas, es necesaria la justicia.

Sin embargo, los mismos victimarios son, a la vez, ví­ctimas de la institución a la que pertenecen. De la misma manera que el sistema económico y social construye las condiciones para crear todo tipo de criminales, la Iglesia Católica, con su obstinada concepción de «castidad» como sinónimo de «santidad», ambienta sus templos e instituciones educativas como espacios ideales para cometer el delito de pedofilia.

¿Cuál es la opinión de los jerarcas católicos que condenan la educación sexual y suelen comparar los métodos anticonceptivos con balas y parecen congratularse con exhibir aparatos de limpieza vaginal? Porque con la reacia negativa a permitir que se hable de nuestros cuerpos y de nuestra sexualidad, la Iglesia también impone el silencio y se garantiza la impunidad. ¿Cuántos niños y niñas son abusados y violados sexualmente sin saberlo? Quizá llegarán a enterarse mucho tiempo después, cuando por fin alguien les hable sobre el inalienable derecho a no ser tocado por manos extrañas sin consentimiento.

Pero además, la relación de poder que se establece entre los curas y lo feligreses más jóvenes, pone en desventaja a la ví­ctima, porque su voz de denuncia debe enfrentarse a una tradición de fe inquebrantable, en donde el cí­ngulo, que significa «pureza», no se lleva sólo de adorno en las cinturas de los sacerdotes.

«Mi esperanza -aseguró el papa Benedicto XVI al firmar una carta para la iglesia en Irlanda, donde se han documentado miles de casos de abusos y violaciones sexuales contra menores-, es que ayudará a un proceso de arrepentimiento, sanación y renovación (de los sacerdotes pedófilos)». Obviamente, la misiva del máximo jerarca católico no ha ofrecido muchas luces para las ví­ctimas de estos casos y la feligresí­a que espera cambios en la Iglesia Católica.

No se trata de buscar el arrepentimiento de los victimarios, sino alcanzar la justicia y de erradicar las condiciones que permiten este tipo de hechos lamentables. La Iglesia debe entrar a una reflexión profunda sobre su fe y la sexualidad, y sobre el indispensable voto de castidad para sus sacerdotes. La opción por la fe es un derecho humano, pero el respeto a la dignidad de los niños y las niñas, es competencia de toda la sociedad.