«Mi esperanza es que ayudará a un proceso de arrepentimiento, sanación y renovación.»
Benedicto XVI
Durante los veinte siglos que lleva de organización, la Iglesia Católica ha creado tal maquinaria ideológica en contra del placer sexual y de la sexualidad, que hoy se enfrenta a una de sus peores crisis en donde los protagonistas son sus ministros y propagadores de la fe: varias denuncias se han presentado contra sacerdotes que, con la intención de mitigar lo que Agustín llamó «un mal que procede del pecado y empuja al pecado» -es decir, el sexo-, han violado a decenas de niños y niñas, han cometido actos de pedofilia. Aprovechándose de la idea de la infalibilidad del sacerdocio y del poder que confiere portar el alba, estos curas han tratado de satisfacer, a través de un delito, lo que sus leyes y superiores les niegan.
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La Iglesia nuevamente es víctima de sus propios dogmas y, pese a lo grave del asunto, no se vislumbra ninguna intención de realizar una reforma profunda al Magisterio de la Iglesia que permita a sus ministros y feligreses practicar una vida religiosa acorde con la naturaleza humana.
No cabe duda que los niños y las niñas que han sufrido abusos y violaciones sexuales por parte de los curas, son las principales víctimas del Canon de la Iglesia Católica, que insiste en negar la necesidad de satisfacer los deseos sexuales de las personas, y que impone un absurdo voto de castidad a los hombres y las mujeres que probablemente están convencidos de llevar una vida religiosa. Para los niños y las niñas, es necesaria la justicia.
Sin embargo, los mismos victimarios son, a la vez, víctimas de la institución a la que pertenecen. De la misma manera que el sistema económico y social construye las condiciones para crear todo tipo de criminales, la Iglesia Católica, con su obstinada concepción de «castidad» como sinónimo de «santidad», ambienta sus templos e instituciones educativas como espacios ideales para cometer el delito de pedofilia.
¿Cuál es la opinión de los jerarcas católicos que condenan la educación sexual y suelen comparar los métodos anticonceptivos con balas y parecen congratularse con exhibir aparatos de limpieza vaginal? Porque con la reacia negativa a permitir que se hable de nuestros cuerpos y de nuestra sexualidad, la Iglesia también impone el silencio y se garantiza la impunidad. ¿Cuántos niños y niñas son abusados y violados sexualmente sin saberlo? Quizá llegarán a enterarse mucho tiempo después, cuando por fin alguien les hable sobre el inalienable derecho a no ser tocado por manos extrañas sin consentimiento.
Pero además, la relación de poder que se establece entre los curas y lo feligreses más jóvenes, pone en desventaja a la víctima, porque su voz de denuncia debe enfrentarse a una tradición de fe inquebrantable, en donde el cíngulo, que significa «pureza», no se lleva sólo de adorno en las cinturas de los sacerdotes.
«Mi esperanza -aseguró el papa Benedicto XVI al firmar una carta para la iglesia en Irlanda, donde se han documentado miles de casos de abusos y violaciones sexuales contra menores-, es que ayudará a un proceso de arrepentimiento, sanación y renovación (de los sacerdotes pedófilos)». Obviamente, la misiva del máximo jerarca católico no ha ofrecido muchas luces para las víctimas de estos casos y la feligresía que espera cambios en la Iglesia Católica.
No se trata de buscar el arrepentimiento de los victimarios, sino alcanzar la justicia y de erradicar las condiciones que permiten este tipo de hechos lamentables. La Iglesia debe entrar a una reflexión profunda sobre su fe y la sexualidad, y sobre el indispensable voto de castidad para sus sacerdotes. La opción por la fe es un derecho humano, pero el respeto a la dignidad de los niños y las niñas, es competencia de toda la sociedad.