De mis antepasados, a menudo escuché la expresión de poné 8, y poné 80. Esto cuando poníamos en duda situaciones que justificaban sus limitaciones, sobre todo de orden físico. Obviamente vimos muy lejanos el hecho de que alguna vez se repetiría la historia.
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En una forma sutil hicieron vernos la diferencia existente entre el abismal caso de las diversas etapas de la existencia. Máxime el potencial orgánico declinante al paso del tiempo, a juicio de analistas la peor agresión deviene del paso inexorable del mismo.
Cuesta arriba resulta comprender en la etapa de ser niño o mozo desviarse acaso a la recta final equivalente tanto a la madurez como a la adultez mayor. Sin embargo, desde adentro después surgen los momentos cuando uno ya está inmerso en lo que antes semejó imposible.
Por consiguiente, considero injusto sobremanera que a las personas de la tercera edad, o simplemente adultas se les discrimine, peor aún, sean vistas de menos. ¿Adónde quedó la experiencia y conocimientos de ellos y ellas? No es tarea difícil ponerse la mano en la conciencia.
Hoy en día que todo discurre a ritmo veloz y las propias carreras impiden la reflexión y un alto en el camino con fines evaluativos, mejor dicho autoevaluativos, hacen caso omiso de situaciones trascendentes e importantes.
Es oportuno en términos de variaciones sobre el mismo tema, recurrir a otro antiguo pensamiento que pondera principios filosóficos. En circunstancias análogas al tema se ha dicho: «Â¡Ay!, si la vejez pudiera; empero, ¡ay!, si la juventud supiera» He allí la cuestión discordante.
Como no todo está perdido en Dinamarca, viene a cuento referirnos a ejemplos existentes, si no generales se dan en alguna medida. Encontramos elocuentes esos casos donde octogenarios se encuentran en pleno uso de sus facultades diversas y muchachos arruinados.