Poemas



Ananké

Cuando llegué a la parte en que el camino

se dividí­a en dos, la sombra vino

a doblar el horror de mi agoní­a.

¡Hora de los destinos! Cuando llegas

es inútil luchar. Y yo sentí­a

que me solicitaban fuerzas ciegas.

Desde la cumbre en que disforme lava

escondí­a la frente de granito,

mi vida como un péndulo oscilaba

con la fatalidad de un «está escrito».

Un paso nada más y definí­a

para mí­ la existencia o la agoní­a,

para mí­ la razón o el desatino…

Yo di aquel paso y se cumplió un destino.

*****

Autorretrato

Un árbol luengo, deshojado y seco,

pero que enhiesto, sigue todaví­a;

una culebra en lí­nea vertical;

un poste de telégrafo en la ví­a,

eso soy por mi bien o por mi mal.

Soy un hombre de chicle que los dioses

del Popol-Vuh jalaron de los pies

y la cabeza a un tiempo: y que, después

(entre risas y toses,

al mirarlo tan largo y tan delgado)

sin reparar su mí­sero destino,

dejaron a la vera del camino,

irreal y abandonado.

*****

El Señor que lo veí­a

Porque en dura travesí­a

era un flaco peregrino,

el Señor que lo veí­a,

hizo llano mi camino.

Porque agonizaba el dí­a

y era cobarde el viajero,

el Señor que lo veí­a,

hizo corto mi sendero.

Porque la melancolí­a

sólo marchaba a mi vera,

el Señor que lo veí­a,

me mandó una compañera.

Y porque era la alma mí­a

la alma de las mariposas,

el Señor que lo veí­a,

a mi paso sembró rosas.

Y es que sus manos sedeñas

hacen las cuentas cabales

y no mandan grandes males

para las almas pequeñas.

*Escritor guatemalteco