Antes, posiblemente hasta mediados del siglo pasado, se valoraba mucho la honestidad y la decencia de las personas y si alguien amasaba fortuna en forma ilícita e inexplicable, era visto con sospecha por el resto de la gente. Famoso fue el caso de un guatemalteco que heredó una gran fortuna por una dudosa relación que tuvo con un extranjero y cómo se le cerraron las puertas de muchos lugares porque su comportamiento era considerado indigno y nada edificante.
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Era la nuestra, por supuesto, una sociedad más pequeña en la que todo el mundo sabía quién era quién y por lo tanto se sabían las virtudes y defectos de las personas, lo que permitía ser mucho más selectivo. Eran tiempos en los que, efectivamente, se discriminaba a los pícaros y sinvergí¼enzas con los que la gente honorable, en términos generales, trataba de no codearse. Pero si de pronto aparecía un potentado que tenía una fortuna que se podía considerar “enorme†para los términos de aquellos tiempos, siempre había formas de hacerse de la vista gorda porque antes, como hoy, tiene sentido y razón aquella vieja expresión del poeta español Francisco de Quevedo. En verdad que es, ha sido y será poderoso caballero don Dinero.
Pero hoy en día no hay ni siquiera interés por guardar apariencias. Lo mismo da que el vecino de casa sea narcotraficante o que su fortuna haya salido de negocios hechos sobre la base de la miseria de nuestro pueblo que se muere, literalmente, de hambre. Si tiene una abultada chequera no sólo nuestros hijos serán sus amigos sino que, además, frecuentaremos los negocios en donde lavan dinero y nos encontraremos con ellos en distinto tipo de actividades sociales porque lo que sí cambió y se perdió por completo, fue aquel resabio de decoro que hacía levantar las cejas cuando cualquier delincuente adinerado hacía esfuerzos por compartir nuestro entorno.
Hoy vivimos en un medio tan extenso que nadie conoce a nadie y, además, se ha privilegiado como símbolo del éxito la fortuna, sin que importe o se repare en cómo se logró tener tanto dinero. Unos cuantos contratos con el Estado sirven para que en poco tiempo nuevos empresarios se conviertan en millonarios, adquieran helicópteros, yates, aviones privados que constituyen el nuevo símbolo del estatus económico adquirido. Un carro lujoso no dice nada porque se han popularizado gracias a distintas formas de financiamiento disponibles en el mercado, pero un medio de transporte aéreo o marítimo coloca a su propietario en otra liga donde se le abren todas las puertas.
El problema es que estamos llegando a un punto en el que uno no sabe dónde se mete y con quién se relaciona. De pronto sucede un ajuste de cuentas y alguien, sin arte ni parte en el asunto, puede terminar pagando el pato porque resulta que nos han copado las mafias y entre ellos no se juega. Una mala mirada, un mal negocio, una traición económica o amorosa, son problemas que ellos liquidan y saldan enviando a sus matones con AK 47.
No sólo Facundo Cabral se encontró en medio de un berenjenal de todos los diablos por no escoger adecuadamente a sus amistades. Literalmente estamos copados, rodeados por gente cuya única credencial es la ostentación de dinero y lujo que sirve para que se abran las puertas hasta de los más encopetados, de los hijos de aquellos que antes, cuando veían a un millonario advenedizo, levantaban la nariz como si estuvieran oliendo caca. Hoy, sus hijos y sus nietos se codean con estafadores, corruptos y narcos porque los valores cambian, más no ideas esenciales como la que en un viejo poema nos dejó Quevedo.