Poder militar


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Al empezar la década de los ochenta del siglo pasado, recuerdo que lo habitual en la ciudad era un ambiente de tensión o de angustia sostenida y latente. La presencia de militares imponí­a una sensación de control que era difí­cil verbalizar en ese tiempo, pero su aspecto verde con arma en mano por todos lados era suficiente para esparcir una sensación de temor; pocos sabí­an de la terrible saña que ocurrí­a a nivel nacional.

Julio Donis

 


Siempre tendré presente la nube de humo, pedazos de metal, ramas de árboles y cuerpos que se levantó varios metros hacia el cielo, luego del bombazo que un frente guerrillero asestaba en pleno Parque Central. El caos fue inmediato y el centro de la ciudad quedó virtualmente cerrado por el Ejército, toda actividad educativa, comercial o de otro tipo terminó temprano. Camino a casa llevando a mis hermanos de regreso, nos atraviesa un jeep del Ejército que frena bruscamente porque a uno de sus ocupantes se le habí­a caí­do una granada al suelo por el apuro con que se conducí­an. Los segundos en los que vi rebotar el artefacto como una pelotita me revelaron de alguna forma desde la inocencia de la temprana edad, que se viví­a un estado de guerra. Dos años más tarde, ya en 1982, el Ejército habí­a consolidado su expansión en todo el territorio nacional, eso significaba que como estructura tení­a la capacidad para haber organizado a todo el contingente castrense bajo un mando central, eso querí­a decir que fuere en el área metropolitana de la capital o en las selvas del Ixcán, sus tropas actuaban coordinadamente sobre una sola estrategia. Las cartas de navegación tení­an nombres como Sofí­a, Victoria 82Ž y Firmeza 83Ž, cada uno concebido para cumplir un objetivo especí­fico en la tarea de la guerra y exterminio contra la guerrilla y su pensamiento comunista, en medio la población civil que era población en disputa. La expansión del Ejército para ese año no era pues, el resultado de acciones solamente tácticas o reactivas como si lo fueron en el tiempo del General Lucas Garcí­a; era la etapa final de la sofisticación de la estrategia militar. Uno de sus artí­fices era el general Héctor Mario López, brazo clave del general Rí­os Montt y, por lo tanto, responsable de la implementación de los planes militares y hoy, detenido paradójicamente en uno de los fuertes militares que hace años estaban bajo su mando. El, al mando del Estado Mayor del Ejército serí­a corresponsable de miles y miles de asesinatos y desapariciones, hasta la dimensión de genocidio que alcanzarí­an las atrocidades de la guerra. El Estado guatemalteco de esos años quedó subsumido por un poder que se alimentaba sobre todo de lo militar y de la capacidad monopólica de movilizar la violencia, a través del poder de fuego. Pero el Estado no se volvió militar, como si militarizado por la acción bélica de una de sus instituciones que llegarí­a a concentrar tanto poder, que ejercerí­a el control no solo militar sino también se extenderí­a al ámbito social y al económico. En este punto es de mucha utilidad la clasificación que propone el historiador M. Mann; además de ser intensivo el poder, por una estructura militar de mando centralizado, también es extensivo por la capacidad de cobertura geográfica. El poder militar es autoritario porque se ejerce a través de órdenes definidas y una obediencia consciente. Y es difuso porque su influencia se esparce de manera más o menos espontánea, (recuérdese el modelo de las patrullas de autodefensa civil.) Con esto claro, se puede comprender la magnitud del poder que ejerció la institución militar desde la noción de Estado, consumando de esta manera el poder polí­tico. Esas caracterí­sticas de lo militar como entidad colegida que se situó en el centro del poder, configuraron de manera concreta en la historia, un Estado fuerte pero de tipo policí­aco que controló el ejercicio ciudadano, la organización del territorio y las formas de oposición polí­tica, todo en función de sostener la apologí­a por la democracia en su lucha contra el comunismo.