Llegamos al final de esta serie de artículos, y deseamos para concluir expresar, a manera de síntesis, algunas conclusiones de la misma.
En el sistema francés, según se estudió en la obra del autor Carré de Malberg, bajo el imperio de la Constitución de 1875, hay que reconocer que el Parlamento se constituyó, no solamente en órgano supremo, sino también en órgano soberano, ya que por una parte tiene en sus manos el poder constituyente pues sólo él puede autorizar la revisión, con lo que pareciera ser que con ello se desconoció el principio inicial de la soberanía nacional, como también se abandonó la verdadera separación del poder constituyente y los poderes constituidos. Por ello el sistema francés adolece de una potestad prácticamente suprema de las Cámaras, la cual únicamente se ve atenuada por dos cosas, siendo ellas, por una parte, la brevedad de las funciones de los miembros del Parlamento, ya que los diputados y los senadores provienen de la elección y sólo pueden conservar su función por medio de reelecciones periódicas; y, por la otra, que con el sistema bicameral, se da una limitación verdadera y efectiva de los poderes parlamentarios. Ellas son las únicas instituciones y garantías propiamente dichas por las que se halla salvaguardada y asegurada la soberanía nacional, lo que en nuestro criterio personal no deja de constituir una atenuación muy leve del poder parlamentario.
El caso del sistema americano constituye la cristalización más pura del principio de la separación entre el poder constituyente y el poder constituido. Ese principio está tan fuertemente apoyado por la distinción entre la ley constitucional y las leyes ordinarias, que dicha distinción ha llegado a constituir una de las bases esenciales del sistema del derecho público norteamericano. Sin embargo, dicha superioridad de la norma constitucional no debe entenderse en el sistema norteamericano como exclusivamente referida a la idea de ellos de la soberanía popular. En Estados Unidos, la institución del órgano constituyente como superior al legislador ordinario, responde también al sentimiento arraigado en dicho país de que, en interés de las libertades públicas individuales, es necesario limitar la potestad de las legislaturas, para preservarlas de la arbitrariedad legislativa; y, por otra parte, en este sistema la acción de las asambleas legislativas se halla sometida a una estricta vigilancia que se ejerce mediante las Cortes de Justicia y en última instancia, por el Tribunal Supremo, con lo que el sistema se acerca a los conceptos ya esbozados en esta serie de artículos en que descansa el principio de la soberanía nacional, ya que estos conducen a un régimen de limitación de los poderes que ejercen en nombre de la nación, única soberana, sus diversos órganos. O sea que sin admitir la soberanía absoluta de ningún órgano, el principio de la soberanía nacional entraña como consecuencia necesaria la separación del poder constituyente.
En cuanto atañe a la posición jurídica del Tribunal Constitucional como comisionado del Poder Constituyente para la defensa de la Constitución, en el caso específico de Guatemala, nos parece interesante destacar en este punto que dada la magnitud y la importancia de las funciones que dicho tribunal desempeña como intérprete de la constitución, por el poder que ese tribunal ostenta, y por la facilidad con la que en nuestras latitudes el ejercicio del poder tiende a corromperse, aunado a la forma totalmente política en que los miembros del tribunal son electos, todo ello nos hace recuerda lo relativo a la línea divisoria de la soberanía a que alude el autor García de Enterría cuando menciona que en donde radica ésta (la soberanía), es en el poder constituyente mismo, que puede alterar las competencias del Tribunal Constitucional e incluso suprimirlas todas o suprimir al propio órgano.