El resplandor del amanecer solo permite ver las siluetas de las montañas vecinas cubiertas de verde mientras el agua del océano Atlántico golpea los barcos pesqueros de madera.
Otro día en el mar para estos hombres que izan sus velas seis días a la semana en busca de fortuna en el mar. El suyo no es un puerto de pescadores común. Son las arenas de las famosas playas de Copacabana al pie de un barrio densamente poblado.
Desde tiempos inmemoriales humildes barcos pesqueros zarpan casi todas las mañanas desde un extremo de la playa, donde comparten la arena con turistas ligeramente vestidas y el agua con surferos.
Marcelo Botafogo lleva casi tres décadas yendo todas las mañanas a la playa y saliendo a la mar con su bote antes de que la mayor parte de los cariocas se hayan levantado de la cama. Dice que ya no se pesca tanto como antes. Aunque no sabe exactamente por qué. Trata de no pensar demasiado en ello. «Me deprime», explica.
Pero Botafogo y decenas de personas más siguen zarpando todos los días a las cinco y media de la mañana y regresando con pescados que venden en la misma playa, ante el asombro de los turistas, que les toman fotos.