Pesadilla


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No sabía qué hacer. Sus rostros eran la máxima expresión de angustia que he visto en mi vida, expresión que por mucho tiempo era la imagen de El Grito de Munch. Esto era distinto. Rostros de niños y niñas desesperados, desilusionados, tristes, abatidos, derrotados.

Claudia Navas Dangel
cnavasdangel@gmail.com


Llegaron de noche, el recorrido de la frontera de San Marcos hacia Quetzaltenango se hizo más largo debido a la lluvia. Bajaron uno a uno del bus y caminaron hacia el salón donde un plato de comida caliente los esperaba. También había rostros amables, algo que en estos días habían olvidado, algo que ni yo me esperaba, personas comprometidas, intentando hacer menos ese dolor.

En más de un mes, tal vez era la primera vez que se sentían seguros. Que alguien pensaba en ellos.

Sus historias han aparecido en los medios estos días con frecuencia, son niños y niñas deportados, niños y niñas que han de sentirse rechazados por un sistema, por una sociedad, por un país, creen, ilusamente, que al otro lado todo va a ser distinto. Son niños y niñas que extrañan a sus padres. Niños y niñas que no tienen qué comer, que viven en casas que se inundan en esta época, que se caen cuando hay temblores. Niños que si siguen acá serán reclutados por las pandillas, niñas que en un par de años se convertirán en madres de otros niños que en unos cuantos años querrán salir de acá.

Las cifras son alarmantes, sí. Pero sus vidas o ese espacio de tiempo en el que han sobrevivido es espeluznante, terrible, casi impensable para muchos que creen que la miseria que el cine refleja es un efecto especial realizado adrede para llamar la atención del público.

Yo sabía que no sería fácil acercarme a ellos, había oído historias de historias, pero todo era poco comparado con la expresión de esos rostros infantiles, pequeños consumidos por el dolor y el miedo.

Caminos inciertos guiados por alguien que los ve como dinero. Abusos de todo tipo. Frío, hambre, desasosiego. Sentirse criminales a los 10, 12 y hasta desde los 8 años. “Presos”, dijeron, en un país ajeno, tan cruel como el que los expulsó sin cargo de conciencia.

Al menos esa noche todo era distinto, había alimento, camas limpias, atención, quizá por primera vez en su vida comprendieron esa palabra. Un momento de respiro.

Quién sabe cuánto tiempo pasará para que tomen valor de nuevo y se marchen en la oscuridad, tras un sueño, tras un abrazo materno o tras la muerte, no lo sé.

No sabía qué hacer, no sé en realidad qué hacer. Jamás voy a olvidar tanta tristeza concentrada en un rostro, un rostro de niño