El proceso judicial al cual fue sometido José Efraín Ríos Montt, acusado de cometer el delito de genocidio, fue llamado “histórico”. También “histórico” debe ser llamado el veredicto por el cual la Corte de Constitucionalidad anuló los últimos actos que ejecutó el tribunal que juzgó a Ríos Montt, entre ellos el acto de dictar sentencia condenatoria.
El proceso judicial fue “histórico” porque fue un simulacro cuyo producto, preparado por patrocinadores financieros extranjeros y gratificados fiscales, magistrados y jueces, sería una sentencia condenatoria. Fue “histórico”, no porque la administración oficial de justicia progresara, sino porque brindaba la oculta certidumbre de una preconcebida sentencia condenatoria.
El veredicto de la Corte de Constitucionalidad fue “histórico” porque su consecuencia más importante fue anular aquella preconcebida sentencia condenatoria, dictada por jueces cuyos atentados contra el debido proceso eran tan evidentes, que parecían torpes hazañas involuntarias para difamarse. Fue “histórico” porque insinuó que el progreso de la administración oficial de justicia no podía consistir en una deliberada aniquilación del debido proceso, para complacer cenagosos clamores que, con ruidoso griterío nacional e internacional, exigían corrupta administración de justicia oficial.
Los actos anulados sucedieron a partir del pasado 19 de abril, cuando el tribunal que juzgó a Ríos Montt prosiguió con el proceso judicial, aunque una jueza le había ordenado suspenderlo porque había que “ejecutar” un recurso de amparo. La orden de suspensión había sido emitida con fundamento en veredictos de la Corte de Constitucionalidad y de la Corte Suprema de Justicia.
No defiendo a Ríos Montt, y hasta opino que cometió delitos por los cuales tendría que ser acusado y juzgado; pero nunca pudo haber cometido el delito de genocidio porque en nuestro país no ha habido genocidio, o no se ha demostrado que lo haya habido. Negar que lo haya habido no es negar que se hayan cometido crímenes atroces, sino negar que en nuestro país se hayan cometido crímenes que posean el atributo esencial del genocidio; atributo que lo diferencia de cualquier otro género de crimen: el “dolus specialis”, o intencionalidad específica;. Esa específicidad consiste en que la víctima es deliberadamente elegida por ser miembro de un “genus”, o conjunto de seres humanos que tienen por lo menos una característica común. El genocidio puede ser étnico, cuyas víctimas pertenecen a una misma etnia; o religioso, cuyas víctimas profesan una misma religión; o nacional, cuyas víctimas tienen la misma nacionalidad.
¿Hay, entonces, crímenes que no tienen intencionalidad específica como la tiene el genocida? Los hay. Por ejemplo, el gobernante que ordena una espantosa matanza de sus enemigos políticos, no tiene la intención específica de matar a quien pertenece a una etnia, o a quien profesa una religión, o a quien tiene una nacionalidad, sino a cualquiera que sea su enemigo político. Su intención homicida es, entonces, independiente de etnia, religión o nacionalidad.
Un guatemalteco podría ser acusado de genocidio solo si previamente se demostrara que cometió crímenes con aquel “dolus specialis”. Esa demostración no consiste en aportar, por ejemplo, pruebas de crímenes atroces; pues estas pruebas no conciernen (conforme a la distinción de Edward Coke) a “mens rea” o “intención del acusado”, sino a “actus reus” o actos del acusado (o “conducta del acusado”, como sugiere Dennis J. Baker).
Post scriptum. Una condición necesaria de un proceso judicial penal es que haya sido cometido el delito del cual se acusa a quien es sujeto del proceso. Si el delito no se ha cometido, el proceso es intrínsecamente injusto.