Es impresionante cómo coincide tanta gente en cuanto al panorama nacional y las perspectivas de futuro, puesto que en general se percibe un desánimo porque las cosas van mal, pero con el agravante de que no se vislumbra una perspectiva de salir del atolladero porque ni siquiera la campaña política ofrece la ilusión (que ya sabemos es simplemente eso, producto de un montón de pajas) para alegrarle el ojo a la población. Ayer un viejo amigo me hablaba sobre el penoso caso de Max Morel y me decía que muchas veces, a lo largo de nuestras vidas, hemos vivido momentos muy difíciles, viendo morir a gente querida o frustrados por la galopante corrupción de quienes gobiernan pero, me decía, siempre se veía una esperanza.
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Aun en los peores momentos, uno tenía la idea de que, como dice la canción de un candidato, vendrían tiempos mejores y había razones para pensarlo. Recuerdo aquellos años duros de la década de los setenta, cuando uno se comprometía políticamente porque había liderazgos que generaban confianza. En la izquierda democrática estaba un Manuel Colom Argueta o un Alberto Fuentes Mohr que daban la idea de que existía posibilidad de conformar equipos honestos y patrióticos para rescatar al país. En la derecha ilusionaban profesionales como Jorge Torres Ocampo, con preparación y visión distinta al de aquella derecha fascista, que significaban oportunidades de encauzar al país por senderos de trabajo y desarrollo.
Aun cuando la intolerancia de la dictadura militar se ensañó con la inteligencia y eliminaron a todos los líderes capaces, honestos y visionarios, hubo signos de esperanza en las formas de organización, en la participación ciudadana, en esa actitud que era aún solidaria y que nos hacía compadecernos y sufrir con el sufrimiento ajeno y comprometernos, incluso corriendo riesgos, para tratar de cambiar el país.
Todo eso se ha ido perdiendo porque aquella actividad política inspirada en una mística de servicio, en el amor a Guatemala, desapareció hace mucho tiempo porque ahora la política es un negocio más y no precisamente el más limpio y edificante de los negocios. Hoy en día no es únicamente que los más visibles políticos no ofrecen respuestas congruentes y lógicas, sino que las instituciones, empezando por los mismos partidos políticos, son totalmente ineficientes y en el mismo papel están las instituciones nacionales que se fueron deteriorando por el abandono que causó el desprestigio de todo lo público luego de años de una prédica inmisericorde para destruir al Estado.
Guatemala requiere de una profunda refundación pero, en la estructura actual, la misma tiene que recorrer un camino que no lleva a ningún lado. Es como lo que ocurre ahora con los derrumbes causados por las lluvias que hacen ciertas rutas intransitables. El primer derrumbe en la ruta del cambio del país está en un Congreso que no sirve más que para que los diputados hagan sus negocios y eviten la aprobación de las cuestiones que podrían cambiar a la nación. Un Congreso desnaturalizado en el que nunca pasará una reforma que pretenda romper con los vicios de la política derivada en pistocracia que tenemos en Guatemala.
Rota la ruta del cambio institucional por la vía de reformas que tendrían que aprobar los mal llamados padres de la patria, dónde puede alguien ver la esperanza, dónde está la luz al final del túnel. Por eso el desánimo de la población es más que comprensible porque solo un burro no entiende que el país fue secuestrado por esa tenebrosa alianza entre financistas y políticos que se adueñaron de las instituciones, de la democracia y, en resumidas cuentas, asesinaron la esperanza de que una Guatemala distinta, basada en el respeto a la ley y la dignidad de la persona, sea posible.