Peregrinar


Antonio Cerezo

Vagaba sola por el mundo, disfrutando a granel de los placeres terrenales. Iba y vení­a por doquier, gozando y riendo de ésta o de aquella situación; de las fiestas de sociedad, de los paseos por esos lugares tan lindos y queridos y de todas las cosas hermosas que en el mundo se podí­an palpar o percibir. No veí­a más que felicidad y lloraba de placer al observar el paisaje impresionante de una naturaleza esplendorosa, enmarcada por un cielo azul, las ondas leves del agua empujadas por suave viento con el susurro de un silbido arrullador y las sombras de una vegetación exuberante, de un verde hermoso y acogedor para todos los sentidos. No veí­a nada más; todo era lindo, era bello. Paseaba por las playas y escuchaba a la gente reí­r, gozar de las bondades de un mar bravo e imponente, y amarse con pasión encendida. Observaba los edificios levantarse majestuosos y admiraba la habilidad del hombre para volver fáciles las cosas; más placentera la vida. Escuchaba el bullicio de la ciudad; veí­a el ir y venir de los hombres, de los vehí­culos y los autobuses, y pensaba en lo bello de todo ese engranaje que hace sentir el progreso de la raza humana y su dominio sobre la naturaleza. Cuando vagaba por los campos y apreciaba la dura lucha del campesino al arar la tierra y sembrarla, pensaba en lo hermoso de esa pelea en la que se da recia batalla y en la que el hombre de campo extrae frutos de la tierra, para poder alimentar su cuerpo y seguir gozando de la vida.


El aire, como compañero inseparable en su largo peregrinar por los recovecos del mundo, lo sentí­a como un bálsamo de acción tonificante que la empujaba a seguir caminando y conociendo hasta los últimos rincones de la tierra, en donde le habí­a tocado vivir y donde estaba dispuesta a descubrir hasta los más í­nfimos secretos. Al pasar por las montañas tan altas e imponentes donde casi se rasca el cielo esplendoroso, que bañado por abundantes estrellas y nubes cubre como manto de alegrí­a cualquier peregrinar, se sentí­a feliz y observaba a los animales salvajes que luchaban también por sus vidas y se agrupaban en sociedades bien organizadas. El solo hecho de mirar el verdor de las selvas ví­rgenes, la alegrí­a de esos árboles y flores que ven con placer la vida, la hací­a sentirse feliz y satisfecha. Pensaba que en la vida todo era amor, bondad y dulzura.

Llegó entonces a tierras lejanas que poblaban seres solitarios y tristes. Pudo descubrir que un reducido número de hombres los vejaba y los explotaba. Vio tremenda miseria en sus almas sumisas regadas por la risa del desprecio de sus verdugos. Salió de allí­ compungida y triste y continuó su peregrinar. Le parecí­a que esta situación era un simple lunar negro dentro de tanta felicidad y hermosura del mundo. Sin embargo, al llegar por otros lares pudo ver cómo se mataban unos a otros; luchaban fieramente entre hermanos como enemigos acérrimos. Encontró entonces niños huérfanos, hombres mutilados y locos y un odio oscuro que los obligaba a matarse unos a otros, olvidándose de todo lo grande y bueno de la vida. Comenzó a derramar lágrimas de angustia y desesperación, regando con ellas hasta lo más profundo de las entrañas de la tierra que se sentí­a triste y decepcionada al abrigar en su corazón a tanta incomprensión y odio de seres irreconocibles, de seres despreciables. Vagó y vagó. Siguió recorriendo mundo, como tratando de huir del desprecio y del rencor. Pudo darse cuenta que los animales salvajes eran perseguidos y exterminados; los hombres se los comí­an y fabricaban objetos con sus pieles. Comenzó a ver como talaban los árboles y a oí­r y sentir hasta en el rincón más escondido de su ser, el lamento profundo de la naturaleza al resquebrajarse la pureza de los sentimientos del hombre. Pasó cerca de un nutrido grupo de casitas de cartón y se detuvo. Habí­a niños con hambre, mujeres trabajando arduamente, hombres llorando de impotencia. Se dio cuenta de la desigualdad entre los hombres. Por algunas calles pudo observar a los mendigos, harapientos y sucios, con su paso cansino arrastrar la enorme pesadez de su existencia. Siguió vagando y vio guerras, desolación y muerte. Comenzó a sentir cierto cansancio y grandes deseos de llorar, de esconderse, de no ver tantas cosas tristes. Pensó en lo bello del mundo bajo el manto de la igualdad y del amor; pensó también en la triste realidad de los pueblos oprimidos, de los seres que no comen, de los seres que sufren; y se dijo a sí­ misma que si en sus manos estuviera, harí­a palidecer las desgracias y darí­a brillo a la bondad; a la hermosura de la existencia.

Siguió vagando por esas tierras divididas, por esas tierras partidas en sus cinturas por la avaricia de los hombres, por el ansia de poder de algunos individuos. Su sufrimiento se acentuaba y continuó su peregrinar por los mares, las montañas, los desiertos. Llegó a un lugar hermoso, bien dotado por la naturaleza; rico en vegetación, tierras fértiles, clima bonancible. Se sintió peor aún cuando vio el menosprecio a la vida humana. Cuando conoció a tantas madres llorando por los hijos desaparecidos; por tantos hombres acallados por la fuerza bruta de la represión; por tantos huérfanos. Conoció las cárceles y el sufrimiento humano; el maltrato a las personas y lo denigrante de su situación. Entró a las cárceles secretas y fue testigo de las torturas, las vejaciones, la prepotencia de algunos hombres amparados en el poder de las armas; en su cobardí­a innata. No podí­a comprender cómo en un paraí­so, como esa tierra linda, podí­an suceder cosas así­; era realmente inconcebible. Visitó los pueblos y encontró hambre; a niños desnutridos, llenos de parásitos. Conoció las grandes residencias y pudo ver a grupos de personas bien vestidas, comiendo lujuriantes manjares y bebiendo los mejores licores. Cuando llegó a las orillas de la ciudad, a los barrancos, se dio cuenta de nuevo de los techos de cartón y de los pisos de tierra; de la ropa rota y de los pies descalzos; de las caras de angustia, de desesperación y de hambre.

No pudo resistirlo. Lloró por tanta incomprensión y por tanta miseria humana. Se sintió perdida dentro de ese mundo contradictorio y triste; deseó de todo corazón no ver más la podredumbre de los hombres. Se remontó con el viento rumbo a las montañas, hacia la cumbre, hacia las nubes. Continuó su ascenso al infinito, en lí­nea recta a las estrellas; hacia donde no se encontrara el ser humano; hacia donde todo fuera hermoso y puro. Vagó por la bóveda azul de pureza e inmensidad sin lí­mites, en un interminable peregrinar…