Al ser padres nos encontramos comprometidos en el desarrollo de nuestros hijos; y esto es un evento que cuando se anuncia en nuestras vidas trae diferentes emociones. Miedo de haber si podemos, éxtasis de ver a ese pequeño, quien es parte de nosotros mismos, como una parte importante y posiblemente la mejor que expresa quienes somos.
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El primer día que conocemos a esta personita, nos detenemos observándola, indagando si vino completa, explorando sus orejas, su cara, su cuerpecito. Cada gesto aunque no tenga que ver con nosotros es visto con asombro y también ternura. Sus manos, su piel, su olor todo nos parece perfecto y cuando no, también.
Cada día con nuestro hijo es una nueva indagación de la vida, lo vemos y nos impele el deseo de comerlo a besos, abrazarlo, acariciarlo, protegerlo. Días van y vienen, nuestras vidas se ligan intensamente a cada paso de nuestro pequeño. Aprendemos a sentirlo, nuestros instintos se avivan y nos avisan acerca de sus necesidades y peligros. Llora lejos pero se siente cerca.
Existen ocasiones en las que creemos ser dueños de esta personita. También oportunidades en las que las demandas de nuestros hijos exacerban nuestras energías. Aunque los queremos, los desearíamos un tantito lejos. Para tener tiempo, aunque sea por un ratito, para ensoñar, para entrar en el ocio, o tan solo, para ir al baño con plena libertad.
Nos apremia que sea feliz y aprenda cosas que le ayuden a ser cada vez más independiente. Cada paso que da en persecución de esta meta es visto con placer; hasta que también nos damos cuenta, que con ello, corremos el peligro de quedarnos atrás o al margen del él.
Existe la posibilidad de perder a un hijo de distintas maneras. Un hijo puede: morir, sernos arrebatado o separado, entre alguna otra.
Nadie se encuentra preparado para perder a un hijo. Alguien ha referido lo siguiente:» al que pierde un padre se le llama huérfano, al que pierde una esposa se le dice viudo, pero no existe palabra en la lengua de los humanos ni en ninguna otra para el que pierde un hijo porque va contra la naturaleza. Ningún padre debería enterrar a sus hijos».
He leído que sólo en el idioma hebreo, existe una palabra «shjol», que designa a la persona que ha perdido un hijo. La escritora colombiana Bella Ventura describe un término de su invención para designar la condición humana de un ser que pierde a su hijo: «Alma mocha».
En resumidas podemos pensar que el perder un hijo es un hecho temido e innombrable para lo cual, mejor ni pensamos como designarlo.
Lo importante del caso es meditar que no estamos inmunes a que esto nos pase. Por más desagradable que nos parezca la idea. Perder un hijo no significa que se le olvide, hablar y hablar de él suele ser necesario. Decir como se sonreía, como expresaba su mirada, como hacía travesuras, que le gustaba y que le disgustaba. En fin, tantas cosas más.
Los padres, quienes han perdido a su hijo, necesitan y tienen que llorar desde lo más profundo de sus corazones; y tienen derecho a sentir su enojo y a expresarlo. Este tipo de duelo despierta sentimientos de culpa intensos en los padres; y enojo contra ellos mismos, por considerar que han fallado en su misión.
La culpa no les ha de devolver a su hijo; y esta suele ser destructiva para sus propias vidas y para la de la de los otros miembros de su familia. Además, ante ella, no se considera que existan circunstancias de vida las cuales son impredecibles y quedan al margen de cualquier control; y que los padres hacemos lo que podemos con los recursos que contamos para esta ardua labor.
Si tenemos culpa por pensar en que no cumplimos con él/ella de la mejor manera. Pensemos que también podríamos culparnos de este dolor indescriptible por este inmenso amor que sostenemos.