Alguien me dijo una vez que no es que el mundo sufra una pérdida de valores sino que un cambio en la escala axiológica y que las generaciones actuales se inspiran en valores distintos que son producto de la modernidad y de nuestro concepto actual del éxito. Y las evidencias muestran que uno de los valores que cayeron en desuso es el de la integridad, especialmente en el plano de la política, en el que las figuras públicas se van adecuando cada vez más a lo que les aconsejan sus asesores de imagen para repetir discursos de lo que la gente quiere oír más que relacionados con sus propios puntos de vista.
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Casi cada expresión o palabra de un candidato tiene que ser validada por los «focus group» en los que se mide la reacción colectiva ante sus gestos, lenguaje corporal y propuestas concretas. La espontaneidad no tiene cabida en el nuevo mercadeo político y ello hace que la integridad desaparezca y que los electores aceptemos como un hecho que se nos ofrece un producto finamente elaborado, producto de la mente experta de los mercadólogos que hacen estudios de opinión.
Antiguamente el valor más preciado en un político era la integridad, la consecuencia entre sus palabras con sus actos y, sobre todo, con su historial. Diógenes buscó al hombre íntegro y esa eterna búsqueda perduró por muchos siglos, hasta que vino la nueva corriente de mercadotecnia a adueñarse de la política para desplazar los viejos valores y cambiarlos por lo que deriva en un camaleonismo que se vuelve aceptable en la medida en que complace a la mayor cantidad de electores.
Por eso es que el mundo ya no ve a los grandes estadistas de antaño. La era de los Churchill, los Roosevelt, los De Gaulle, de los Nasser los Tito o Nerhu es cosa del pasado porque ahora nuestros políticos nunca actúan con coraje sino que basan sus decisiones en las mediciones demoscópicas, es decir, en el resultado de las encuestas. Las grandes decisiones de un político se basan en la popularidad y todos sabemos que muchas de las grandes acciones que han cambiado al mundo fueron en su tiempo impopulares y enfrentaron la resistencia mayoritaria de gente que no estaba dispuesta a aceptar los cambios.
El hombre íntegro es el que toma las decisiones de acuerdo con su conciencia en cualquier circunstancia y que no se acomoda para quedar bien con la mayoría o, peor aún, con Dios y con el diablo como hacen aquellos que tienen discurso para cualquier tiempo y circunstancia, dependiendo del auditorio que se haya reunido.
Pero el hombre íntegro, en el mundo actual, no ganaría una elección porque el elector ya no valora la integridad sino que, en alguna medida, aplaude ese comportamiento plástico y artificial del político moldeado por la mano y la mente experta del mercadólogo que le aconseja cuándo y cómo decir algo, aunque vaya contra los principios que haya podido tener en alguna época de su vida el aspirante. Los valores ya no cuentan porque los votos no se generan más que por el gusto de un mercado exigente que ha sido, a su vez, moldeado por los mismos mercadólogos que inducen con su propaganda el comportamiento colectivo.
¿Volverá el día en que los ciudadanos valoremos la integridad como el elemento esencial del político? Sinceramente se ve difícil porque aún las más añejas y perfeccionadas democracias son presa de ese concepto de publicidad que igual vende un dentífrico que un Presidente. Al fin y al cabo, el que tiene dinero para hacerse propaganda tiene muchos caballos ganados.