Según la estadística ofrecida por la misma fuente de la Policía, este año van más de seis mil quinientos muertos por violencia en el territorio nacional, cifra que es pavorosa pero que, cuando se traduce en nombres y apellidos y se materializa en aquellas familias que pasaron la Navidad llorando la ausencia del ser querido, se convierte en un drama indescriptible.
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Leía esta mañana el artículo de mi amigo Luis Felipe Valenzuela en el que relata lo que significa «El heroísmo diario de salir de casa» y pienso que poca gente puede dar ese testimonio con la fuerza y autoridad porque a Luis Felipe le tocó sufrir en carne propia uno de los tantos asaltos violentos que luego se traducen en esa estadística que, fríamente, puede parecernos muy alta pero que, como digo, al individualizarla se vuelve trágica.
Luis Felipe tuvo la enorme bendición de haber sobrevivido al ataque criminal en su contra y hoy es una de las pocas personas que puede relatarnos lo que representa ese «heroísmo diario» que significa para todos los guatemaltecos aventurarnos a calles en las que los maleantes hacen lo que les viene en gana sin que exista poder o autoridad con la capacidad de frenarlos y, en el peor de los casos, de castigarlos para que paguen por los crímenes que cometen.
Según las estadísticas de la PNC, diariamente hay 18 guatemaltecos que no tienen la suerte de volver a su casa porque mueren en alguno de los muchos atentados o asaltos que se cometen. Vimos en este año que funcionan bandas de sicarios que por una «módica» suma mandan al otro potrero a cualquiera que sea o parezca molesto. Y no sólo son las pandillas o los grupos de narcotraficantes quienes propician ese clima de violencia, sino también gente que presume de honorable que se presta para contratar a esos asesinos que se ganan la vida vomitando plomo a cambio de unos cuantos quetzales.
Debiera ser suficiente con lo que nos complican la vida los mareros, los miembros del crimen organizado y aquellos que hacen del secuestro y la extorsión su medio de vida, pero a ello hay que agregar la enorme cantidad de muertes que son producto de encargos hechos para «salir de la escoria» en lo que se conoce como limpieza social y que forma parte de esa brutal estadística.
Lo más grave es que hemos llegado a convivir de tal manera con la violencia que la muerte ya no nos inmuta, salvo cuando se dirige en contra de alguien muy cercano, alguien de nuestro propio entorno, situación que nos obliga a reaccionar saliendo de la indiferencia que es ya característica de nuestra forma de ver la vida. Hojeamos los diarios día a día y pasamos revista de la nota roja que reporta las numerosas muertes ocurridas en distintos lugares del país sin que ni siquiera un momento nos detengamos a pensar en el sufrimiento de las familias que han quedado en el desamparo y que sufren el enorme e irreparable dolor de perder para siempre a un ser querido.
A fuerza nos hemos tenido que acostumbrar a adoptar esa especie de heroísmo que significa salir a la calle llevando un celular que puede ser causa de muerte o simplemente a enfrentar a algún energúmeno que en la vía pública desahoga su ira en contra del primero que se le ponga enfrente. Nuestra sociedad se nutre de la cultura de la muerte, en la que la mejor forma de dirimir cualquier conflicto o de zanjar diferencias es recurriendo a las armas para salir de quien resulta molesto. Pero lo peor de todo, sabe usted, es que no hay ni plan ni estrategia para reducir la cifra el año entrante. Este 2010 fue prácticamente idéntico a 2009 y no hay razones para pensar que el que viene será un año mejor en materia de seguridad.