Pasiones y obsesiones


Octavio Paz, poeta mexicano nacido en 1914 y fallecido en 1998. Recientemente, se acaban de conmemorar los diez años de su muerte.

¿Mis pasiones? ¿Mis obsesiones? La palabra. El humor. La revolución desperdiciada. El andar nefasto del planeta. La cultura maya. El placer. El conocimiento. Sin lugar a dudas algo falta. Pero como esos cuestionarios cargados de implicaciones siderales, en eso se resumirí­a mi presentación en esta conferencia. Una trenza desordenada, un tanto apasionada, de estas posibles obsesiones. Un huipil en permanente proceso de ser tejido. Cada hilo de colores diferentes acariciado por los dedos y guiado por el cosmos constituye uno de los elementos aquí­ enumerados.

Arturo Arias

Escribo al ritmo del caminar indí­gena en la montaña. Escribo para conocerme y para conocer el mundo. Me han influenciado los debates en la filosofí­a y ciencia social latinoamericanas sobre nociones amplias, la filosofí­a de la liberación, la ciencia social autónoma (e.g., Enrique Dussel, Orlando Fals Borda, Aní­bal Quijano, Darcy Ribeiro (Brasil, 1922-1997)); la teorí­a de la dependencia; los debates en Latinoamérica sobre la modernidad y postmodernidad de los ochenta, las discusiones sobre hibridez en antropologí­a, comunicación y estudios culturales en los noventa; y, la colonialidad del poder. Me han influenciado Luis Cardoza y Aragón (Guatemala, 1904 – México, 1992), Miguel íngel Asturias (Guatemala, 1899 – España 1974), Tito Monterroso (Guatemala, 1921 – México, 2003). He encontrado inspiración en un amplio número de fuentes, desde las teorí­as crí­ticas europeas y norteamericanas de la modernidad, hasta el grupo surasiático de estudios subalternos, la teorí­a feminista chicana, la teorí­a postcolonial y la filosofí­a africana; asimismo, he operado en una perspectiva modificada de sistemas mundo que ve la meseta asiática como el punto de apoyo del planeta, donde todo comenzó y hacia donde todo camina. Mi principal fuerza orientadora, sin embargo, es una reflexión continua sobre el conocimiento alternativo de los grupos invisibles, donde siempre he priorizado lo maya. Si se puede decir que la teorí­a de la dependencia, la teologí­a de la liberación y la investigación de acción participativa han sido las contribuciones más originales de Latinoamérica al pensamiento crí­tico en el siglo XX, con todos los condicionales que pueden aplicarse a tal originalidad, mi obra bien podrí­a ser, a su manera, una modesta heredera de esta tensión, en su afán de rescatar la memoria histórica de un paí­s triturado y aplastado, único camino para construir una conciencia cí­vica sólida que abra las puertas al futuro. Las heridas aún están frescas. La tierra todaví­a sangra de fosas comunes. Todo ello me sirve para entender esa otra pasión que me alborota, la cultura maya. Ejemplifica para mí­ las complejidades de negociar variadas diferencias culturales, el deseo de alejarme de la occidentalidad eurocéntrica. El juego de pelota maya como articulación simbólica cósmica se equipara con los cabalistas medievales europeos y con el saber judí­o proveniente de Egipto. í‰sos son los puntos de contacto con lo maya, la bisagra entre el pensamiento mágico occidental y la filosofí­a postoccidental. A partir de su ejemplo podemos conceptualizar posturas sobre la apertura de espacios para articular ví­nculos entre culturas, sociedades y lenguajes. Podemos hacer una summa de la tradición occidental para explorar creativamente el fin del quinto sol en 2012, el 13 b»aktun de los mayas que terminará en Cuatro Ajaw, el tercero de K»ank»in, para luego iniciar un nuevo ciclo. En todo esto, me asemejo más a Juan Gelman (Argentina, 1930), que anteayer (hace algunas semanas) recibió el Premio Cervantes, y quien continúa aún buscando a sus desaparecidos, dialogando con esos fantasmas amados que son sus manantiales de consuelo, que a Octavio Paz (México 1914 – 1998), a quien aquí­ se celebra. Sin embargo, cuando pienso en el Paz de «Â¿íguila o sol?» (1951) o «Piedra de sol» (en «Libertad bajo palabra», 1949) y luego en «Blanco» (en «Ladera Este», 1962), admito que tenemos mucho más en común de lo que yo a veces quisiera admitir. Al igual que éste, soy un peregrino del mundo anclado y muy anclado en mis raí­ces, exprimiéndoles sentido a las palabras chillonas que me nombran el espacio, el vací­o, la muerte, la transgresión, la distancia, el delirio, el doble, la locura, el simulacro, la fractura del sujeto.

Mis apasionadas obsesiones, desordenadas y complejas, giran en torno a la aventura de la anécdota, y la aventura de la palabra, que informan mi obra. Desde luego la verdadera aventura siempre ha estado en la palabra, conocimiento que ya pronto cumplirá 200 años. Siempre creí­ que la imaginación era más imaginación en el lenguaje que imaginación en la anécdota. Tito Monterroso se rió de mí­ y me mandó a releer el «Quijote» (1605-1615) para que me diera por enterado. Lo anterior no quita que mis enunciaciones nombren siempre lo social, aquel imaginario en torno al cual crecí­, que viví­ con pasión, y que formó todas mis emociones, por no decir mis rabias, traumas, palizas rompehuesos. Mis batallas siempre tomaron, como punto de partida, la comunicación verbal, y aunque he tenido siempre metas sociales, en lo más í­ntimo de mi ser sus puntos de llegada han estado siempre apuntándole a la modificación del lenguaje. Historificar ha sido siempre para mí­ transformar los enunciados, sobregirar las significaciones, descoyuntar al enemigo con las metáforas.

Esto no quiere decir que no haya tenido una efectiva participación polí­tica. Como centroamericano, estaba condenado a ello. Pero, para mí­, una revolución implicaba una transformación ética, no sólo polí­tica. Una celebración carnavalesca que implicara el alejamiento de todo dogmatismo. Refrescar colectivamente la cotidianidad. Cargar de elementos lúdicos la vida y el lenguaje. Disolver el genocidio por medio de la risa. Edificar un mundo alternativo por medio de la parodia. Dejar que la risa celebrara su liturgia, confesara su fe, celebrara la vida corporal y confesara a cada momento su libertad. El militarismo autoritario suponí­a la seriedad, las prohibiciones, las restricciones, la entropí­a. La risa era la revolución que superaba el miedo, que no imponí­a ninguna restricción. La risa, subversiva, siempre destruyó el horror, y a quienes lo nutrieron. En medio de ese fiesteo cenital nunca me tentó el espejismo de las falacias o los juicios fáciles. Pero siempre me pareció importante corroer las certezas al disfrutar muy nietzscheanamente de nuestro paso por estos caminos. Por eso, Cide H. MontRosat, uno de mis personajes en «Jaguar en llamas» (1989), dice: «uno ha sido apetitoso…» guiñándole el ojo a la vida, imaginando las posibilidades del mundo, todas sus alternativas locas que sin duda ya no vivirá, antes de agregar: «Mi trabajo es la purificación de inefables luchas y alegrí­as. He tratado por varios siglos de salvar lo que podí­a de mí­, para que cuando muriera los hombres pudieran saber cuanto he amado y sentido la vida, y cómo he contemplado el mar y disuelto su espuma entre mis dedos, acariciando la tierra generadora del maí­z y las caderas de las mujeres morenas. Así­ sabrán que nunca fui ni bestia ni piedra, sino un hombre con carne caliente y un alma insaciable.»

Debe ya caer por su propio peso que siempre me gustó escribir contrahistorias, réplicas subversivas y transgresivas a la llamada historia oficial. De paso, historificar diversos lenguajes, poner a dialogar los idiomas mayas con el castellano, buscando las raí­ces narrativas del mito. Me gusta enraizar los mitos mayas con la modernidad, multiplicar narradores y cuentos dentro de cuentos como secuencias de cajas chinas, juego con las dislocaciones temporales. Mis narrativas se mueven para atrás y para adelante. Me gustan los eventos espectaculares, las batallas épicas, los ritos, la necromancia, las celebraciones. Busco las reglas para romperlas. La ilimitada libertad debe llegar al borde del acertijo. Leer es descifrar. Escribir es una ilimitada libertad como principio de conducta estética. La lectura de una obra literaria, a mi entender, tiene que producir un cambio en las relaciones entre el lector y el texto porque este último aparece como prácticas escriturales donde el autor está jugando con los efectos del lenguaje y con las posibilidades de transformación del discurso. La lectura no debe ser consumo pasivo. Debe ser metamorfosis activa, un continuo desplazamiento del lenguaje, en el cual la estructura de la novela se ve no sólo en el aparente movimiento de un hilo narrativo primario, sino en un conjunto de estructuras simbólicas evidentes a segunda o tercera lectura. Un escritor es un arquitecto. Sus ladrillos son las palabras.

Quedará ya claro que mis novelas son alegres, cómicas, novelas celebratorias. La canción «Sopa de Caracol» () es bailable, un salsón picante, sabroso. Por otro lado, en todas mis novelas aparece el tema del erotismo. La sopa de caracol es, según los garí­funas, un elixir que da potencia sexual. En este tema entra desde luego el juego del fraude. La canción fue creada por garí­funas de Belice, pero se la apropió un inefable grupo hondureño que hizo el copyright e hizo plata con ella, mientras los verdaderos autores se quedaron sin nada. Es una buena representación del juego de usurpación y supercherí­a del personaje de la novela.

Yo aspiro a que mis novelas vayan mucho más allá de su sentido literal y que le hablen a gente muy diferente del que habla, sobretodo a los lectores que no sean guatemaltecos. De hecho, casi no existen los lectores guatemaltecos. í‰se es otro espejismo.

Somos seres humanos, tenemos deseos. El placer libidinal es legí­timo. Evitarlo es parte del planteamiento iluminista que heredamos de la Revolución Francesa y que se transformó en melcocha al pasmarse con el puritanismo anglosajón aterrorizado del cuerpo y angustiado por la tentación. Estos miedos pasan por el pensamiento marxista y por la modernidad, como si aspiráramos a ser únicamente seres racionales y no seres completos. Quien rehúye al cuerpo desconoce la vida. í‰sta se le desmenuza en las manos como ceniza. Uno de los elementos positivos de la revolución mundial de los años 1960 fue redescubrir el placer del cuerpo.

Me obsesiona el desencanto de la «posguerra centroamericana»: novelas de asco, novelas de expiación. Ya en sí­ la enumeración sibarita del afrancesado menú serí­a una afrenta a la moral ascética de la lucha revolucionaria en la que tantos centroamericanos creí­mos. Al fin, el tiempo y las guerras cicatrizan las pasiones. En otras novelas de este tipo -pienso en «La diáspora» () de Horacio Castellanos Moya (), por ejemplo? encontramos como motor del relato la obsesión referencial: lo más importante es que hechos y personas tengan nombre y apellido. En mis novelas no hay nada de eso. Por supuesto que la situación de Guatemala es el contexto en que todo se desenvuelve, pero mis libros se sitúan en un contexto guatemalteco muy preciso: hechos y personas sólo con el objetivo de exponer su revés, de exhibir sus entrañas en forma rabelaisiana, gongorina, sadeana, esperpéntica y general.

Mis novelas despegan de la realidad sin perder realidad y alcanzan el territorio de preocupaciones que se teletransportan a los rincones más inesperados del planeta. A partir de Guatemala y del fracaso de una lucha me interno en las honduras de los seres humanos que podrí­an ser de cualquier otra parte. La expiación concreta de estos ex militantes es la oportunidad que aprovecho para plantear problemas acuciantes del fin del siglo XX y del siglo recién comenzado. ¿Qué pasa en el interior de un ser humano dedicado a un ideal colectivo? ¿Qué tan nuevo puede ser el supuesto hombre nuevo de las utopí­as que ya hoy nos parecen arcaizantes, pero que retoman giros esperpénticos con los jihadistas dispuestos a volarlo todo por los aires?

El humor de mis novelas, el de la última novela, «Sopa de caracol», esconde la sensación de que las izquierdas que conocimos, y de las cuales formamos parte, no tienen redención. El costo social de las revoluciones que desbarataron nuestros paí­ses resulta impagable. En el fondo de la moral revolucionaria encontramos el crimen sadeano.

Según la lógica que descubre en Sade (Francia, 1740 – 1814) el teórico posmoderno Slavoj ?i?ek, Sade era un ser bienintencionado que se dedicó a tratar de lograr un crimen más grande que la naturaleza para poder vencerla. í‰sa es la lógica que ?i?ek ve en la revolución cultural china, que pretendí­a arrancar lo pequeño burgués de cuajo para que lo nuevo tuviera mayores chances de ser diferente. Es la lógica que lleva al militante de «Sopa de caracol» a inmolar a la mujer que ama, en nombre del deber. A destruirse a sí­ mismo. Hombre machista al fin.

Pero Rodrigo, el personaje, se da cuenta, conciencia efí­mera, conciencia tardí­a, de que al hacerlo se deshumaniza. En esta novela nada queda en pie, ni valores ni salidas ni esperanzas. Sólo la contradicción nunca resuelta de qué se hace con todo aquello que no cabe dentro de la ley, de las buenas costumbres, de la vida en sociedad. ¿Qué hacemos con todo lo que no se deja normar, regular, qué hacemos con el baile, el desborde, el deseo, el ansia de infinito, la sed de transgresión, el placer desenfrenado, la sexualidad perversa, todo lo oscuro que también nos constituye como seres humanos? ¿Qué hacemos ante el fracaso de todos los ideales? No lo sé. Pero continúo escribiendo para sobrevivir.