El recurrente tema de la reforma fiscal en Guatemala surge nuevamente ahora que el Gobierno lanza una ofensiva para mejorar los ingresos tributarios de manera tal que pueda disponer de recursos para hacerle frente a la demanda social. El Presidente ya advirtió que se lanzará a una dura lucha y que en todo caso los impuestos serán verdaderamente impuestos, tomando en cuenta que la concertación sobre ese tema nunca ha dado resultados.
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Obviamente eso significará, quiérase o no, un desgaste político para el Gobierno porque es históricamente reconocida la resistencia de los grupos de poder económico a cualquier propuesta de cambio fiscal que no vaya dirigida a tributos indirectos que castigan el consumo. En Guatemala es una especie de aberración hablar de impuestos directos que se aplican proporcionalmente a la capacidad de pago de cada uno de los contribuyentes porque esos, especialmente, son señalados como un despojo que el Estado hace al patrimonio de los empresarios.
Pues bien, si el Gobierno está dispuesto a correr con el gasto de esa lucha y sus consecuencias, que ya se pueden anticipar, vale la pena proponerle que siquiera por una vez se intente una reforma real y profunda que modifique de una vez por todas esa histórica tendencia a regatearle al Estado la capacidad financiera para invertir en el desarrollo. Por supuesto que ese tema trae consigo consideraciones que deben ir también a la calidad del gasto, por lo que hablo de una propuesta de gran envergadura.
Y dentro de los cambios que se tienen que afrontar está la expansión de los sujetos tributarios, porque en Guatemala hay demasiada informalidad en la economía, lo que significa que una gran cantidad de personas en el país no son contribuyentes. No es exagerado decir que sin incorporar a la formalidad a esas personas, toda reforma tributaria hará que el peso de la carga fiscal recaiga sobre la misma población (especialmente de la clase media) que es la que sufraga el gasto público. Porque los muy pobres y los que están en la economía informal tributan poco por la vía del impuesto indirecto, mientras los grandes capitales encuentran formas de pagar menos de lo que les corresponde, por lo que en términos de impuesto sobre la renta, al menos, el asalariado es el que no se puede hacer ningún quite.
De suerte que una reforma fiscal profunda y seria implica no sólo aumentar la tasa en algunos tributos, sino mejorar métodos de recaudación, controles para evitar la evasión, incluir como contribuyentes a miles que hoy no lo son, mejorar la calidad del gasto y la transparencia. No es cosa fácil una reforma así de profunda, pero si se hiciera algo de tal envergadura, el país daría un salto enorme hacia la modernidad y el desarrollo. La cuestión es si este gobierno tiene la autoridad moral y la fuerza para lograr ese cambio histórico. Para ello primero tendría que tener la visión de una reforma mucho más trascendente que el simple deseo de rellenar el agujero fiscal. Una reforma digna de tal nombre que, por supuesto, tendría que provocar una transformación total y profunda en todos los niveles, empezando por la misma actitud de un pueblo que vive en un país que surgió a la vida independiente porque sus élites ya no querían pagar impuestos a la Corona española en 1821.