Es un sábado por la mañana y media docena de adultos están sentados en un salón de clases de una secundaria, viendo grotescas fotografías de drogadictos y escuchando las fatales consecuencias del crimen en pandilla. Preferirían no estar ahí, pero un juez se los ha ordenado.
Padres y madres fueron obligados a asistir a la clase de acuerdo con una nueva ley de California que da a los jueces la opción de enviar a los padres a capacitación cuando sus hijos sean sentenciados por crímenes en pandilla por primera vez.
El asambleísta Tony Mendoza, el legislador detrás de la Ley de Responsabilidad Paterna, dijo que es la primera ley estatal que da a los jueces el poder de enviar a los padres de pandilleros a la escuela, aunque existen otras a nivel local.
«Muchos padres no saben cómo manejar a los adolescentes», dijo Mendoza. «Hoy más que nunca, los padres necesitan una guía».
La nueva ley entró en vigor en enero y será aplicada gradualmente en toda California. Los recortes presupuestales en Sacramento hicieron que su implementación fuera pospuesta y apenas en el último mes han comenzado a impartirse, aunque de manera limitada, en el distrito escolar unificado de Los íngeles.
Varias de esas primeras clases se cancelaron debido a la baja asistencia, algo que los organizadores achacaron a que los jueces desconocían la nueva ley. Pero el lento arranque también habla de lo difícil que es tratar de involucrar a los padres que quizá estén muy ocupados o sean apáticos para tomar un papel más activo en la vida de sus hijos.
Las autoridades calculan que el condado de Los íngeles tiene alrededor de 80.000 pandilleros. Los padres que viven en vecindarios con alto nivel de pandillerismo con frecuencia tienen dificultades para subsistir, por lo que tienen más de un empleo. Los largos horarios laborales implican que no pueden pasar mucho tiempo con sus hijos, y algunos jóvenes dicen que se ven tentados a la vida en pandilla por la sensación de compañía que falta en su propia familia.
«Lo más difícil es tener el control de los hijos», dijo Socorro González, una trabajadora de servicio doméstico a quien se le ordenó recientemente acudir a clases luego de que su hijo, miembro de la pandilla San Fer, se metió en problemas. «Cuando llego a casa, no sé qué han estado haciendo».
En la clase del mes pasado con seis padres, un instructor que hablaba en español les mostró imágenes de artilugios relacionados con las drogas y fotografías de adictos antes y después de que adquirieron el hábito. En una sesión posterior, otro instructor detalló las típicas señales para advertir que los jóvenes se han involucrado con pandillas: tatuajes, comportamiento sigiloso, cambios radicales en los gustos musicales y el uso de señas con las manos.
José y Rosalva Rodríguez asistieron a una de las primeras clases, las cuales se realizaron dos sábados consecutivos en una secundaria del Valle de San Fernando. Su hijo de 16 años había sido acusado de pintar grafitos cuando la policía lo arrestó en una fiesta a la que acudían pandilleros.
Además de sentenciarlo a un año de libertad condicional, servicio comunitario y consejería, el juez ordenó a los padres asistir a la clase, donde oyeron las duras sanciones legales que suelen imponerse a los pandilleros y consejos para involucrarse más en la vida de sus hijos.
«Fue muy importante», dijo José Rodríguez después de conducir por una hora desde la ciudad de Lancaster, al norte de Los íngeles. «Voy a hablar con él, a escucharlo y a aconsejarlo», agregó el panadero de 48 años.
Con el tiempo, las clases incluirán testimonios de familiares de víctimas de pandillas, quienes relatarán el calvario por el que pasan.
«No hay nada más conmovedor que alguien sentado frente a ti diciéndote cómo se sintió cuando se enteró… de que su hijo o hija fue asesinado», dijo Mendoza.
Los padres pagarán alrededor 20 dólares por clase, pero la cuota es condonada por ahora para atraer a más participantes.
Si los padres no asisten, podrían ser acusados de desacato. Los jueces quizá sean indulgentes al principio porque sólo cuatro escuelas ofrecen las clases, lo que dificulta que asistan quienes no tienen auto.
La ley fue inspirada en el roce de Mendoza con la vida de pandillero.
Mendoza creció en el rudo barrio de Florence, al sur del centro de Los íngeles. Ahí pudo ver la importancia de la participación de los padres. Era el segundo más joven de nueve hijos y se encarrilaba hacia una vida de pandillero. Usaba la cabeza rapada y los pantalones holgados que eran la vestimenta favorita de muchos pandilleros latinos. Su primo iba por el mismo camino.
Pero la madre de Mendoza comenzó a elegir los amigos con los que podría salir. Su tía era menos estricta. El primo llegó a ser un miembro de la pandilla Florencia-13 y murió en un tiroteo al principio de la década de 1990.
«Mi mamá empezó a involucrarse más y nos prohibió juntarnos con cierta gente», dijo Mendoza. «Mi tía no lo hizo».