Existen pocas edificaciones históricas en Guatemala
donde la nostalgia se difuma en inefable ansiedad.
Las cosas van pareciéndose a su dueño o bien la suela
del zapato se va amoldando al andar retorcido.
En los años 40’s un 10 de noviembre en celebración del
natalicio de un liberal dictador ególatra, este
inauguró el Palacio Nacional de Guatemala, construido
en base no sólo con el dinero del pueblo sino con el
propio sudor esclavista de los trabajadores gratuitos.
El Boleto de Vialidad fue la ley de someter al
ciudadano más pobre, a pagar con trabajo de una semana
una especie de Boleto de Ornato actual, para edificar
aquel capricho europeo en el país. Un impuesto
carísimo que actualmente serían como de unos Q400 a
Q500 quetzales, no importando la situación económica
del mismo. Estos hombres eran capturados en las
entradas a la ciudad, provenientes muchas veces de las
principales carreteras del interior o de cualquier
persona que carecía de documentos de identificación en
el preciso momento.
Desde ahí el elefante verduzco empezaría a cobrar el
sacrificio de un pueblo con hambre, como un icono de
la maldad más repugnante en ciernes, específicamente
en los años 80’s.
Recientemente Arzú lo declaró: «El Palacio de la
Cultura», a lo cual creo es una gran ofensa a nuestro
pueblo, a lo que este epíteto significa en todas sus
manifestaciones especialmente de expresión. La
cultura de un país no se basa en iconoscopios
genocidas, ni de opresiones dictatoriales.
¿Quién no ha entrado a Palacio y aún se atemoriza?
Así que por qué invertir en este símbolo antagónico
del bien común, híbrido artístico sin definición. Si
tiene que carcomerse por fuera y por dentro que así
sea y ningún beneficio nos ha traído, los 4
millones de quetzales que se desean invertir
insanamente en repararlo, será mejor que
artísticamente se reconstruya el hundimiento del
Barrio San Antonio de la zona 6 capitalina, y los
demás cráteres lunares que están brotando por la
ciudad.