El financiamiento de las campañas políticas es uno de los temas más complicados de cualquier sistema electoral, pues cada país debe asegurar que los fondos que sean aplicados no provengan de grupos o acciones ilegales, o bien que dichos fondos provengan de generosos donadores que en caso de que la elección favorezca a sus beneficiados, se les devuelvan las donaciones, mediante negocios o preferencias, en un completo abuso de poder.
Importante explicar en este proceso, que no sólo se deben considerar el financiamiento de los partidos políticos en general, sino de los propios candidatos políticos, los que el pueblo elige de forma directa (Presidencia, Congreso, Alcaldes), sino también aquellos que participan o son electos de forma indirecta (Magistrados, o funcionarios de alto rango). Actualmente, el Estado financia a la institucionalidad política del país mediante la asignación de dinero del presupuesto por cada voto obtenido en cada elección, pero dichos fondos no son utilizados para las campañas políticas, sino para mantener a la propia institución durante un periodo de tres años que dura la precampaña. De tal forma que se pretende, tal y como lo anunció el Presidente de la República en su discurso en el Congreso, que el financiamiento de las campañas sea público, es decir proveniente de los impuestos, en el mejor caso, en el peor, por el endeudamiento que se ha realizado al Estado en los últimos años, incluyendo el 2012. Este modelo de financiamiento se aplica en otros países, algunos de ellos cuyo proceso de democracia se encuentra ya consolidado, cuyo equivalente casi siempre es también un desarrollo económico y social. Pero también se implementa en países como México, en donde las fuentes de financiamiento privadas no se podían controlar, y por ende se optó por obligar a recibir del Estado dichos fondos. Pero se sabe que en el vecino país, a pesar de recibir las fuentes de financiamiento público, existen apoyos o fuentes de ingreso para los partidos de forma privada, quizá no con montos abundantes, pero la influencia sigue siendo notoria.
Pero el Estado no puede declararse incapaz para regular, supervisar y sancionar a los partidos políticos que reciban fuentes de financiamiento ilegales, o bien para no registrar las donaciones de fuentes privadas, que luego mediante monitoreos y controles se verifiquen que usan sus influencias para ser favorecidos con decisiones de los detentadores del poder. Y peor aún, no debe al declarar esta incapacidad, determinar que sean los contribuyentes los que sufraguen esos altos costos, aun cuando fueren limitados y la campaña disminuida en tiempo. Ejemplos muy claros se tuvo en la elección pasada, cuando un disminuido Tribunal Supremo Electoral no pudo ni controlar la campaña anticipada, ni tampoco obligar o fiscalizar los informes que la Ley Electoral y de Partidos Políticos exige a estos últimos, para entregar al máximo ente en materia electoral el detalle de sus financistas. Y a pesar de los denominados límites que se impusieron, la población en general pudo identificar que no se respetaron, y luego una organización de la sociedad civil lo denunció con más claridad en un informe que se hiciera público posterior a la finalización de la campaña.
La solución entonces no está en pagar a los partidos políticos por la campaña, sino controlar a estas instituciones de derecho público para que al momento de incumplirse, sean cancelados inmediatamente y los representantes sancionados penalmente. De esa forma, y mediante una reforma a la Ley Electoral y de Partidos Políticos, Guatemala podría mejorar ese sistema de financiamiento, sin necesidad de quitarle fondos tan necesarios al Estado para el cumplimiento de derechos individuales, económicos, sociales y culturales.
Ni con deudas ni con impuestos deben financiarse las campañas políticas, pero no puede tampoco continuar el Estado permitiendo que dineros sucios o limpios, influencien las decisiones de quienes llegan al poder y están inmoralmente obligados a favorecerlos para pagar esos aportes recibidos durante la campaña.