El doctor Juan José Arévalo cuando escribió su exquisito libro “Memorias de Aldea”, imprimió un pensamiento antiguo que dice: “El recuerdo es poesía, no es historia”. ¿En qué momento de nuestra vida nos aparecen los recuerdos con espontaneidad, con transparencia?
Según Sábato, en la medida en que nos acercamos a la muerte también nos acercamos a la tierra, y no a la Tierra en general sino a aquel pedazo, a aquel ínfimo-tan querido y tan añorado-pedazo de tierra (llámese pueblo, aldea, casa o escuela), en donde transcurrió nuestra infancia, nuestra adolescencia o nuestra juventud; en donde tuvimos nuestros juegos, nuestros amigos, nuestra magia, esa irrecuperable magia del irrecuperable pasado. Y entonces recordamos un árbol, un amigo, un camino, una calle, un perro, un río con su rumor de invierno y su rumor de verano. Se recuerdan cosas así, sencillas, pero que en esa dimensión poética adquieren una increíble magnitud, porque es un ir a los rincones más profundos de la memoria. Porque la memoria es lo que resiste al tiempo y a sus poderes de destrucción, y es algo así como la forma que la eternidad puede asumir en ese incesante tránsito. Y aunque nosotros vamos cambiando con los años, y también nuestra piel y nuestras canas y nuestras arrugas van convirtiéndose en testimonio y prueba de ese tránsito, hay algo en nosotros, allá muy adentro, allá en regiones muy oscuras, aferrado con uñas y dientes al pasado, que parece resistir a ese trágico proceso: la memoria, la misteriosa memoria de nosotros mismos, de lo que somos y de lo que fuimos. El hombre que pierde la memoria del pasado se convierte en una livianísima hoja arrastrada por el viento del tiempo. Y en este recordar el pasado, viviéndolo al mismo tiempo con intensidad, deberíamos tenerlo algo así como el cuerno de la abundancia, repleto de alegrías de diverso origen, porque la alegría, como dice el siempre bien recordado Humberto Hernández Cobos, es algo que crece en lo más puro de la raíz humana. Es, esencialmente, el júbilo de existir, el gozo de ser en la fiesta de la vida, actor o espectador, en la bella e intensa aventura de llenar los días con nuestra presencia. La alegría es una suprema delicia de movernos en un mundo de hermosuras infinitas. Y por ese placer de estar en el mundo, agrega Euforio Cobas, es que el hombre se ríe: ríe cuando se mete al agua; ríe cuando ama…; y si la naturaleza no le pusiera morfina al momento de la muerte, también reiría. Recordar entonces la vida de la Universidad y concretamente de la Facultad de Derecho, la de la 9ª. avenida y 10ª. calle de la zona 1, siempre es un universo de alegría, de sonrisa, de picardía. Así es que con perdón de Phallas Atenea y suponiendo que la mojigatería la hemos dejado guardada esta noche bajo siete llaves, olvidemos el lenguaje convencional y desengavetemos la Carta Trasgavetada de mi maestro Flavio Herrera, en donde dice:
Es máxima elemental
que la vida no sustenta,
sin un picor de pimienta
y un sobregusto de sal.