La historia del Estado guatemalteco está signada por incidentes internos y externos que periódica y dramáticamente han atentado contra su propia existencia y autonomía.
Desde el momento mismo de la independencia, la debilidad y falta de cohesión de nuestra incipiente organización política y social abortó la Federación centroamericana, propició la anexión al Imperio mexicano y la pérdida de importantísimos territorios como Chiapas y, posteriormente, Belice.
Pocos han sido los gobiernos que, inspirados por un verdadero y profundo sentido de responsabilidad histórica, han trabajado en favor de la consolidación de un Estado independiente y moderno que se encamine a la consecución de sus fines más genuinos y naturales. El último intento fue el de los gobiernos revolucionarios posteriores a la dictadura ubiquista, y cuyo derrocamiento, promovido directamente por el gobierno norteamericano, marca el inicio del más angustioso período de deterioro del Estado guatemalteco.
El hecho es que desde hace casi dos siglos hemos venido predicando, como cualidad esencial de nuestro Estado, la autonomía. Autonomía que teóricamente significa autorregulación en función de la desviación y corrección hacia la consecución de sus fines. Pero esta autonomía ha sido más principio que realidad, porque la intervención ha sido la tónica que ha prevalecido en la existencia del mismo. Los estados más fuertes intervienen a los más débiles, según sus intereses, socavando la estabilidad de éstos. Este es un proceso que la historia humana ha documentado hasta la saciedad. En el caso particular del Estado guatemalteco, y otros semejantes, el problema se agrava cuando la intervención se da, no sólo por motivos políticos, si no también y fundamentalmente por motivos más degradantes y degradados como el enriquecimiento ilícito, el robo, la narco-actividad y el crimen organizado que conllevan toda la degradación de la vida social que actualmente vivimos.
Por sí misma, este ente abstracto pero real llamada Estado, infiltrado y deformado por el accionar de los poderes fácticos, no puede regenerarse porque ha perdido su autonomía y, con dicha pérdida, su capacidad para auto-regularse hacia la consecución de sus fines. De nuevo su propia dinámica exige y permite la intervención externa, pero esta vez bajo la conciencia de quienes la administran haciendo gobierno, de su propia incapacidad para controlar el proceso de corrupción y degeneración al que los poderes fácticos lo han inducido. Pero esta intervención no es de un Estado hacia otro, es de una instancia supra-estatal cuya existencia sería el producto de todo un proceso de maduración de la conciencia de responsabilidad mundial en que los Estados más desarrollados y estables colaboran con los Estados débiles, infiltrados o fallidos como el nuestro, como muestra de la evolución de la responsabilidad política a nivel mundial.
Por otra parte, esta intervención conciente y apegada al marco legal del País, dada la debilidad de nuestras instituciones y dada la infiltración del crimen organizado en todas las instancias políticas, incluidos por supuesto los partidos políticos, tendría marcos operativos precisos que garantizarían la consecución del objetivo principal: liberar al Estado guatemalteco de las ataduras que no permiten su evolución y consolidación. Es decir, liberar al Estado guatemalteco de los poderes fácticos que lo han copado para aprovecharse de su estructura a favor de sus intereses mezquinos y particulares que no permiten a los guatemaltecos vivir con el decoro que una sociedad moderna y un Estado sano, por naturaleza, deberían garantizar Oponerse a la instauración de la CICIG, es condenarnos a seguir siendo esclavos de quienes su único lenguaje es el delito y la traición a la Patria. Solicitar ayuda es más racional y noble que morir por inanición y exceso de orgullo injustificado.