Otras leyendas de la tradición oral


En estas vacaciones del reciente diciembre, siguiendo las lecturas de mi mujer, di con el libro Leyendas y Casos de la Tradición Oral de Guatemala, escrito por el notable Celso Lara y Figueroa, de los meros «laras», quien suma a su profesión de historiador y musicólogo, un gran conocimiento sobre la cultura guatemalteca, que comprende el tema de los aparecidos, los espantos y cuanta expresión forma parte de nuestro pensamiento mágico. La Llorona, la Siguanaba, el Sombrerón, el Sisimite y tantos personajes más, incluyendo el ínima Sola, más las oraciones que conocemos desde nuestra infancia, constan en este valioso libro que publicó la Editorial de la Universidad de San Carlos. Motivado por esa lectura, quiero publicar una leyenda de la Costa Sur, concretamente de Chiquimulilla, que se cuenta por esos «lares encendidos» y que fue recogida en una revista editada en Guazacapán de Las Flores, con el tí­tulo «El Caballo de Chiquimulilla». Todo vecino de mi pueblo, cuando era apacible y quieto, recuerda que en las

René Arturo Villegas Lara

noches oscuras y sin luna, como no habí­a alumbrado eléctrico y los candiles que poní­an en algunas hornacinas se apagaban pasadas las 9 de la noche, porque se consumí­a el gas, los que padecí­an de insomnio estaban pendiente de escuchar el ruido que hací­an los cascos del caballo cuando trotaba por las calles empedradas. Y resulta que quien en verdad lo vio alguna vez, fue Manuel Taracena, hijo de don Chico Taracena quien llegó a fundar hogar en Chiquimulilla, allá por 1915. Manuel fue mi compañero en la escuela primaria. Pues bien, en dicha revista se cuenta lo siguiente:

Por las noches calladas, a la medianoche, un inmenso caballo tordillo cruzaba calles y avenidas y dicen que echaba luces cuando las herraduras golpeaban el empedrado. Los Taracena viví­an en el Barrio de San Sebastián, por donde principia a empinarse el Tecuamburro. Una vez, la mamá de Manuel tení­a que ir a la capital a negociar verduras y tení­a que abordar la camioneta a las 3 de la mañana. Como no tení­a reloj y la preocupación por el viaje era grande, le mandó a Manuel que fuera al parque, a preguntarle a don Tino, el ayudante, si ya era la hora de salida. Don Tino se molestó porque a penas eran las 12:30. Así­ que Manuel regresó calle arriba. Esa noche habí­a llovido y el empedrado estaba resbaladizo. Además, su mamá le habí­a advertido que al caballo se le habí­a oí­do subir en dirección al Oratorio. Manuel principió a sentir que se le despelucaba el cuerpo al venir de regreso, señal inequí­voca de la presencia de algo del más allá… Y así­ fue: cuando sintió el animal lo tení­a bien cerca. La mano en que llevaba la linterna le temblaba cuando el animal y el jinete le pasaron a un lado, casi al medio de la calle. Era un inmenso caballo tordillo, sobre el que montaba un jinete que no tení­a cabeza. Y cuenta que de los cuatro cascos y de la boca del caballo salí­a un chisperí­o como si fuera el esmeril de la herrerí­a Taguito Sam, cuando afilaba corvos y machetes. Manuel echó a correr. Le pesaban los pies y para ajuste de penas la calle era una larga subida. Ni cuenta se dio que pasó poniéndole los pies en la barriga desnuda de un bolo que se habí­a quedado dormido en la banqueta. Cuando por fin pudo llegar a su casa, de un fuerte empujón abrió la puerta y entró todo pálido y jadeando del tremendo susto. Cuando le narró la aparición a su mamá, optaron por atrancar la puerta y suspender el viaje. No fuera a ser que a las 3 de la madrugada, el caballo y el jinete sin cabeza vinieran de regreso. Y Manuel cuenta que ese susto no se lo desea ni a su «peor enemigo».

Yo recuerdo esa historia que se contaba en mi casa de Chiquimulilla. ¿Y no será que ese caballo y el jinete sin cabeza, son las almas de aquel que metió la pata en un hoyo del empedrado y lanzó por el aire al jinete í“scar Moncada, quien murió de un fuerte golpe en la cabeza, casi descabezado? Eso fue en 1945 y sucedió frente a mi vieja casona de adobe. Y ese caballo era grande y de color tordillo. Yo siempre pensé que más tarde o más temprano, caballo y jinete iban a espantar porque nunca les dijeron un responso en el lugar de los hechos.