Para citar tres ejemplos en orden cronológico en lo que respecta a la aplicación de la pena de muerte, menciono los artículos que, sobre este candente tema, escribieron Mario Cordero, Oscar Clemente Marroquín y Claudia Navas Dangel, Jefe de Redacción, Director General y colaboradora de este diario, respectivamente, el miércoles y el jueves anteriores.
Como generalmente coincido con el pensamiento de estos colegas, aunque eventualmente discrepo acerca de algunos detalles o puntos de apreciación, leí con detenimiento, primero, los argumentos de Marito, y me quedé pensativo porque él no arriba a una rotunda conclusión. Luego me detuve escrupulosamente en el artículo de Oscar Clemente, quien, sin proponérselo, expone una serie de criterios que, desde su particular estilo, va casi de la mano con lo expuesto por Cordero. Ambos no son partidarios de la pena de muerte, pero otean la fatal sanción como consecuencia de la exacerbación de los ánimos de la población de cara a la sangrienta ola de violencia criminal que arrastra a los guatemaltecos, sobre todo a los más vulnerables e indefensos.
Claudia es más incisiva y con mordacidad va empujando al lector hacia un desenlace aparentemente inesperado de su columna, pero también es más concreta y directa al afirmar que no debe aplicarse la pena de muerte. Para no ser repetitivo, lo mejor sería que usted, paciente lector, releyera esos artículos para que se forme su especial y personal punto de vista en torno a este delicado asunto.
Desde que hace muchos años me convertí en columnista, para plantear mis posiciones sobre variedad de problemas y diversidad de temas, siempre me he opuesto a la pena de muerte; pero cuando leía los artículos del Director General y del Jefe de Redacción de La Hora, por un hilo de seda no me precipito a escribir a favor de que se reimponga la fatal condena, tomando en consideración los mismos argumentos esgrimidos por estos dos colegas, que, valga la pena advertirlo, no asumieron una posición irrenunciable.
No crea usted que a veces a mí no me arrebata ligeramente le idea, pero no obsesiva, de que se debe terminar aplanadoramente con la totalidad de delincuentes (arguyendo la sentencia veterotestamentaria de ojo por ojo y diente por diente), incluyendo a jefes y sus aliados del crimen organizado, las pandillas juveniles, los funcionarios corruptos, los ingratos y ladronotes banqueros, los explotadores empresarios que incumplen sus responsabilidades laborales y fiscales y hasta con los mismos pilotos del transporte colectivo que interrumpen el normal tráfico de vehículos al estacionarse a media calle o en un crucero.
Afortunadamente sólo son histéricas ráfagas del hombre que aún no ha sido plenamente domesticado por la cultura, porque cuando me tranquilizo después de haberme enterado de la forma artera como hombres perversos han dado muerte a niños y ancianos, o la modalidad de burócratas de elevada escala que se roban parte de nuestros impuestos, o al camionetero que a propósito me impide seguir circulando; pido paciencia y serenidad a Dios, y en ese mismo momento vuelvo a pensar que si se retomara la pena de muerte indiscriminadamente, correrían ríos de sangre, incluso de inocentes, y se salvarían los que con sus felonías burocráticas se apropian del dinero que serviría para construir escuelas y hospitales y aplacar el hambre de niños, adultos y ancianos.
(El abolicionista Romualdo Tishudo cita al Mahatma Gandhi: -Ojo por ojo y el mundo se quedaría ciego).