Ni siquiera cuando uno quiere agarrar de alza a alguien para destruirlo encuentra tanto material como el que, por su propia voluntad, ofrece todos los días el doctor Eduardo Meyer para hacer añicos la ya maltrecha imagen del Congreso de la República y ni invirtiendo millones de quetzales en asesores de imagen logrará revertir el daño causado en pocas semanas. Primero fue el escándalo de la iniciativa para construir un complejo que albergue al Congreso, lo que provocó reacciones airadas de quienes entienden que en una crisis como la actual es un absurdo gastarse así dinero que se presenta como ahorros del Legislativo, pero que en realidad son fondos del pueblo.
Luego la decisión de ocultar información que por su naturaleza y por mandato constitucional es pública y a la que los ciudadanos tenemos acceso. En efecto, los gastos que realiza el Congreso con cargo a partidas sufragadas con dinero de los contribuyentes no son secretos y tienen que ventilarse públicamente, sobre todo si sirven para pago de asesores cuya calidad puede y debe juzgar la opinión pública. El doctor Meyer puede negarse a informar cuánto gana la secretaria de su clínica particular, pero jamás resistirse a decir cuánto ganan asesores que paga el Congreso de la República, por más que él sea quien firma los cheques.
Y ahora sale el escándalo de las inversiones realizadas por su Secretario Privado que colocan 82 millones de quetzales no sólo en riesgo, sino produciendo comisiones para particulares lo cual es definitivamente ilegal. En este caso al doctor Meyer se le advirtió sobre la catadura de su secretario privado y él lo defendió de los señalamientos, como lo ha hecho respecto a otros de sus asesores personales. Pero lo más grave es que el Presidente del Congreso dice que fue una acción inconsulta hecha a sus espaldas, pero alguien tuvo que firmar el traslado de los fondos para la empresa de corretaje que no opera bajo supervisión de nadie y siendo él cuentadante del Congreso es de suponer que si no se enteró de la transacción es porque lo mantienen en gallo, literalmente hablando. En otras palabras, sea porque supiera o porque no lo supo, de todos modos queda en entredicho.
El Congreso de la República debiera ser la máxima expresión democrática por la representación que lo compone, pero tristemente es el punto más flaco de nuestra democracia por el comportamiento de muchos de sus diputados. Y las juntas directivas han sido todas escandalosas por los malos manejos que evidencian que llegar a dirigir el Congreso es sinónimo de mañosería y enriquecimiento ilícito. Por decoro y decencia y para bien del Congreso, todos esos trinquetes tienen que ser investigados y sancionados.